Tomás del Rey, escritor: “Cualquier tiempo futuro nos parece peor”

Tomás del Rey, escritor: “Cualquier tiempo futuro nos parece peor”

Ayer era una casa de familia con azotea, hoy áticos; el “te vas a quedar tonto de tanto leer” por “sal del cuarto con la maquinita”. El amor como conquista de meses y el Tinder nuestro de cada día. La desmemoria histórica en diálisis de silencio. Tomás del Rey publica “La Arrogancia de los Ventiladores” (Macklein y Parker) una serie de relatos a mitad de camino entre el niño que fuimos y el que no hemos dejado de ser. Con los años 80 como territorio literario.

Hace poco me dijo alguien que cuando tus números uno de siempre empiezan a escucharse en Los 40 Classic, malo …

Ha pasado tiempo suficiente para que, de nuevo, los años 80 se pongan de moda. Y eso que lo que hoy vemos como algo icónico, si rascamos un poco, corremos el riesgo de que la cal se nos quede pegada en las manos. Pero era mi infancia y la defenderé con uñas y dientes. En ese período sitúo mis relatos para hablarles de ese momento del niño que descubre la vida, la mirada atónita. Y lo enmarco en mi infancia.

Años 80. Nos conmina en su trabajo a quizás la última generación, donde el tiempo tenía peso específico, con volumen, frente a la inmediatez y futilidad de hoy.

Era la época del aburrimiento como oportunidad y no como palabra tabú. Una tarde de verano larga o irte anticipadamente a tu cuarto porque la película era de dos rombos … era una invitación a que se activara el ingenio y la imaginación. Tras la espesura de la espera sabías que siempre pasaba algo junto a tu hermano, leyendo un libro o poniendo en marcha el plan perfecto de una travesura. Quizás eso pase menos hoy día.

Entiende el por qué su libro me sabe a chicle de fresa ácida.

El sabor de masticar historias, algo que comprar en un puesto. Punzadas de pequeñas cosas que ya no están, que no son ni mejores ni peores pero han sido nuestras. Gomas de mascar con las que tienes que andar con cuidado de no tragártelas porque, como decían nuestros padres, se quedan pegadas en las entrañas.

Me gusta cómo utiliza la memoria como alimento y retroalimento. Como hormigas almacenamos recuerdos para cuando llega el frío de la rutina, el primer paso inseguro de la madurez a la senectud.

Centro todo el libro en la mirada de un niño sorprendido, que ve el mundo y no lo entiende. Cuando somos adultos disimulamos que lo sabemos todo, actuamos. Pero, ¡ay!, siempre llega el imprevisto que nos cambia la vida y que seguimos sin dominar. Catástrofes, muerte, vida. El tsunami que te desnuda.

Todo cambia para que todo siga igual.

Nuestra realidad necesita el alimento de la ficción. Necesitamos reconocernos en otras historias. Buscamos con voracidad otros relatos para reafirmarnos. Para volver a descubrir y sufrir de amor, para comprender el mundo, aunque sea solo el íntimo.

Como canta Mercedes Sosa ya en los 80: “Lo que cambió ayer tendrá que cambiar mañana”.

La gravedad de encontrar nuestro lugar en el mundo genera movimiento y cambio. Si miras los 80 con los ojos de hoy, muchas cosas de aquella época resultarían aberrantes. Fue nuestra época y la vivimos. Pero conviene no confundirnos. Cualquier tiempo pasado puede parecer mejor pero no necesariamente lo fue. Y, aunque cualquier tiempo futuro nos parece peor, no he querido hacer un libro vintage, un revival de hits de ese tiempo. Solo describir como eran las cosas, humor mediante, para recordarnos que pudimos ser mejores que nuestros padres y que, seguro, seremos peores que nuestros hijos.

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