El Oviedo tampoco caminó nunca solo

El Oviedo tampoco caminó nunca solo

Hay muchos aficionados del Oviedo que solo lo han visto jugar en Segunda, Segunda B y Tercera División. Yo tenía 19 años, una camiseta con el 10 de Carlos firmada por él; un cojín con el escudo; la bufanda y el póster del equipo en la pared y la cabeza llena de goles en el Bernabéu, el Camp Nou, Mestalla, San Mamés… el día que jugaron por última vez en Primera. Vivía en un colegio mayor, estudiaba segundo de periodismo, usaba la talla XS, me disfrazaba siete u ocho veces al año —conservo las fotos, aunque no recuerdo el motivo—, y mandaba compulsivamente cartas al director de EL PAÍS porque me hacía ilusión ver mi nombre en sus páginas. Las entradas al campo eran de papel y el control en la puerta, como en el cine —otra costumbre para románticos—, consistía en hacerle un pellizquito en una esquina. El Tartiere era un acogedor estadio de ladrillo marrón —ahora en su lugar hay un calatravo pretencioso encajado a duras penas entre edificios—; de vez en cuando, encontrábamos oro allí donde otro equipo había pasado de largo —un cedido del Barça, del Madrid… hasta fichábamos en el PSG—; o pescábamos en la cantera futbolistas estupendos que, en la cadena trófica del fútbol, nos quitaban enseguida los peces más grandes. Es decir, eran los noventa, éramos jóvenes, alegres y delgados y, por supuesto, no lo sabíamos. Ha tenido que pasar una vida —una generación entera de oviedistas de 23 años que solo conocen el sufrimiento— para acordarnos de lo felices que éramos.

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