Célebre por feroces alegatos políticos que claman por el derecho de los africanos (“Bamako”, “Timbuctú”), en “Té negro” Abderrahmane Sissako vuelca su mirada en una mujer en trance de liberarse de tradiciones ancestrales que aniquilan su deseo. La tocata y fuga de Aya, después de decir ‘no’ a un matrimonio de conveniencia en Costa de Marfil, significa huir de una cultura patriarcal para instalarse en terreno desconocido, el distrito de Guangzhou llamado Chocolate City, donde chinos y africanos conviven en armonía. “Té negro” se centra en la historia de amor, cocida a fuego muy lento, entre Aya y el dueño de la tienda de tés en la que trabaja.
Esa relación, impregnada de olores a cardamomo y rituales bañados de incienso, pretende acercarse al cine sensitivo de Tran Ahn-Hung, puesta en escena como un proceso de seducción interracial más próximo a la estética publicitaria que a la indolencia romántica de Wong Kar-wai. Esa relación, decíamos, es el corazón de la película, y le cuesta latir, inerte como una hoja de té flotando en el agua. Como si Sissako se diera cuenta del problema, “Té negro” desvía sus efluvios narrativos hacia historias secundarias, hacia un viaje a Cabo Verde y hacia un desenlace metido con calzador que nos hace dudar de qué quería decir exactamente con este romance de porcelana. Queda, sí, la construcción de una atmósfera casi de ensueño, vaporosa, abigarrada en sus aromas orientales.
Lo mejor:
El olor a té, a especias y a incienso impregna buena parte de sus imágenes.
Lo peor:
Narrativamente, es una película insegura y descentrada, que empeora en su tercio final.