“El cielo rojo”: oda incendiaria a los imbéciles

“El cielo rojo”: oda incendiaria a los imbéciles

Vivimos tiempos extraños en la ficción. El éxtasis individualista al que nos ha conducido el modelo socioeconómico capitalista ha provocado que los engranajes de la narrativa cada vez estén más engrasados por la identificación. Nos cuesta, en plural condescendiente, identificarnos con realidades ajenas a la nuestra por puro arrastre identitario y esa es la razón por la que tenemos a la mitad de la sociedad ajena a los cuentos contemporáneos y a la otra mitad hirviendo en rabia porque ahora un porcentaje ínfimo de los protagonistas son negros, homosexuales, trans o discapacitados. Y no les hablen ya de mujeres. Quizá a la contra de manera ontológica, quizá por pura casualidad contextual, la verdadera revolución se encuentra pues en películas como “El cielo rojo”, de todo un veterano como Christian Petzold (“Phoenix”, “Bárbara”) y al que poco le queda ya por demostrar, más allá de su maestría inherente.

Con una casa á-la-Rohmer, un par de bicicletas y algo de ese calor seco del verano verde más allá de los Pirineos, el director alemán presenta en su nuevo filme un extraño trapecio amoroso que tiene más de geometría que de deseo. Y así, el actor Thomas Schubert es aquí un escritor a punto de terminar la novela que le ha tenido meses bloqueado, motivo por el cual se va de vacaciones junto a su pareja (fantasmagórico, Langston Uibel) y se encuentra por casualidad con otro par de inquilinos, de primeras indeseables, en la residencia de verano que van a ocupar. A pura represión de sentimientos, Petzold cuenta aquí una historia sobre egos desatados, pasiones ocultas e inquietudes ansiosas, una especie de fábula moderna sobre el desasosiego en el que nuestros ojos son los de una mala persona, un protagonista infantil que se aleja de la empatía con el espectador por identificación para acabar descubriendo una por pura compasión y acompañamiento.

Del sueño de una noche de verano a la pesadilla

“Hay algo en el bosque, en el perderse entre los árboles, que me atraía desde un principio. Es donde ocurren los cuentos fantásticos nórdicos, pero también las películas de terror americanas. Me parecía el lugar ideal para una fábula, un lugar luminoso en el que hacer bailar a mis personajes. Aunque todo se esté quemando”, explica Petzold, sobre el incendio que acaba articulando el último tramo del filme, le da nombre y lo convierte, según en él, en la conversión de “Sueño de una noche de verano” a pesadilla. Y sigue: “Es algo que entró en la película de manera más orgánica. Las sirenas de los bomberos interrumpieron varias veces el rodaje porque alrededor de nosotros se estaba quemando el bosque de manera real”, añade lleno de anécdotas del director, que también cuenta que la última vez que entró en Estados Unidos prefirió no explicar de qué trataba su película. Por si acaso.

[[QUOTE:PULL|||”Todos los que nos dedicamos a esto vivimos a la sombra de los artistas del siglo XIX. Tenemos que ser genios constantes y, además, tener vidas personales interesantísimas”.|||Christian Petzold]]

Como retrato de un creador contemporáneo, es de rigor preguntarle a Petzold cuánto hay de sí mismo en su protagonista, por muy cretino que resulte en pantalla: “Todos los que nos dedicamos a esto vivimos a la sombra de los artistas del siglo XIX. Tenemos que ser genios constantes y, además, tener vidas personales interesantísimas. Somos el pensador de Rodin toda la semana y, a la vez, estar abiertos a ideas de otros, a colaboraciones. De lo contrario, eres percibido como un idiota y un gilipollas. Lo maravilloso es que en esta película vemos cómo un cretino se puede transformar en un ser humano, en una persona”, completa un Petzold que aquí le ofrece a la intérprete Paula Beer (“Stella. Víctima y culpable”) un auténtico vehículo de lucimiento para con esa transformación, agarrando a su protagonista por la pechera y mostrándole la verdad empírica de la que parten los deseos, los anhelos, los caprichos y las envidias más allá de las páginas de sus novelas.

El sexo que sobra

Pero si hay algo que llama la atención, más allá de la hoguera de vanidades que quema en rojo nocturno aquí Petzold, es el retrato de la rutina creativa: de la siesta al agua, y de las labores hogareñas a las creativas, “El cielo rojo” es capaz de mecanizar hasta el sexo. “No le aporta demasiado al tipo de cine que yo hago”, manifestaba hace unos meses el realizador, antes de explicar su punto de vista a LA RAZÓN: “El sexo es uno de los problemas más grandes a la hora de rodar una película. Ahora, por ejemplo, tenemos la figura de los coordinadores de intimidad, que me parece genial, pero desviste a esas escenas de lo onírico, se convierten en coreografías técnicas. Por eso, prefiero no rodar el sexo, prefiero quedarme con el sentimiento que provoca escuchar a una pareja tener sexo al otro lado de la pared, es muchísimo más erótico”, explica Petzold, antes de abordar lo orgánico del amor alternativo, del deseo extraño que se desarrolla en su filme: “Hace muy poquito vi “Pretty Woman” y me llamó mucho la atención cómo el detalle de usar hilo dental parecía elevar a la prostituta, hacerla digna de algún modo. Es una complejidad para niños pequeños. El modelo entero de Hollywood, del cine romántico hegemónico, está pintado en blanco y negro incluso cuando quiere ser gris”, apunta meridiano.

 

Antes de despedirse, y aprovechando que la entrevista atraviesa la cuestión cine, también se hace obligatorio preguntarle a Petzold por el estado de la crítica, esa de la que formó parte durante años antes de pasarse a la dirección: “El gran problema de la crítica no son los críticos o el cine, es la desaparición de los medios periódicos. Sean diarios, semanales o mensuales. A los periódicos no les interesa ya el día a día del cine, porque solo son consumidos por burgueses. El cine es un arte popular, por lo que Internet se ha convertido en su máximo defensor. Tenemos grandes críticos, tenemos más críticos, pero cada vez menos personas se pueden ganar la vida escribiendo crítica de cine”, se despide el director.

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