El mundo que te llevas, amada Françoise Hardy

El mundo que te llevas, amada Françoise Hardy

Los rostros que en el glorioso París de los años sesenta ocupaban las portadas de las revistas y las carteleras de cine, sábanas gigantes extendidas en el corazón del trajín urbano, eran demasiado hermosos para ser humanos. Brigitte Bardot, Alain Delon, Catherine Deneuve, Jean-Paul Belmondo, Jean Seberg y Jane Birkin tenían la consistencia carnal de los habitantes del Olimpo y provocaban tanta turbación y deseo como envidia, aunque esta estaba justificadísima, claro. La moda la dictaban entonces artistas de resonancias exóticas, Paco Rabanne, Yves Saint Laurent, Pierre Cardin, y los «croissants» sabían igual de exquisitos que sonaba su nombre en boca de un francés, como la promesa de un beso que se niega a acabar. En Roland Garros se jugaba un tenis a cámara lenta y con pajarita, nada que ver con el tsunami que llevó Nadal casi medio siglo después, y en la radio, Serge Gainsbourg, Sacha Distel, Johnny Hallyday y Françoise Hardy eran cuatro modos radicalmente distintos de clamar los mismos sentimientos, esos que mueven la industria del arte y el espectáculo desde sus inicios y que seguirán haciéndolo hasta el final de los tiempos.

Françoise acaba de marcharse para siempre cumplidos los 80, en la misma ciudad en la que comenzó todo, París, y no lo ha hecho con pena, al contrario. Llevaba largo tiempo deseándolo, pidiéndolo, implorándolo, desde que el cáncer linfático que se instaló en su cuerpo y convivió con ella durante dos décadas le hizo imposible desarrollar una vida normal. Pero esos años, los de la decadencia y la resignación, los de la resistencia casi obligada, no deben ser recordados, no. Los que hay que refrescar son los anteriores a esa debacle, los del puro esplendor, en los que su presencia fue un motivo para la dicha pese a la tristeza que rezuma su obra.

Más de 30 discos

Aquella belleza de cara lavada y apariencia frágil, menos explosiva que la de Bardot o Deneuve pero más honda y, por ello, de mayor atractivo, irrumpió en la escena musical de su país, como una brisa de emoción, en el arranque de los sesenta, más de un lustro antes de que los estudiantes universitarios sacudieran la sociedad francesa y cambiasen las reglas del juego. Fue una cantante pop cuya dulzura y sosiego tenían menos que ver con ese género que con la «chanson». Su voz poseía, posee –ahí están sus discos para disfrutarlos–, la temperatura de una caricia, a pesar de que sus letras estuvieran cargadas con la pólvora del esplín, de la zozobra existencial, del choque de sables que acontece en las relaciones amorosas desesperadas. Aquel zumo de dolor se fraguó a fuego lento en la infancia, pues fue una niña introspectiva y solitaria que encontró mejores aliados en los libros y en la radio que en el colegio.

[[QUOTE:PULL|||Las mejores canciones de Françoise Hardy, la chica yé-yé de Francia|||«Tous les garçons et les filles» (1962). Fue la canción que le dio fama, primero en Francia y poco después en el resto de Europa. Es un himno generacional en su país y su tema más conocido. Habla de una muchacha que no se ha enamorado nunca y de su sentimiento de rechazo hacia las parejas que se cruza por la calle. «¿Sabré pronto qué es el amor? / Como chicos y chicas de mi edad. / Me pregunto cuándo llegará el día / donde ojos en sus ojos y mano en su mano / tendré un corazón feliz sin miedo al mañana». Mil veces versionada. «Le premier bonheur du jour» (1963). Es la canción que le dio título a su segundo disco de estudio, y otro gran éxito en Francia. «El primer buen momento del día / es una cinta de sol / que envuelve tu mano / y acaricia mi hombro. / […] La última felicidad del día / es la lámpara que se apaga». «Dans le monde entier» (1964). Quien canta sufre por la ausencia de su amor. «Pero esta noche no estás aquí. / Esta noche no vendrás. / Y estás tan lejos de mí… Tengo miedo de que ya me olvides. / […] Nada importa excepto que estás lejos / y que esta noche no sé nada de ti». Es Françoise Hardy en estado puro. «Comment te dire adieu» (1968). Adaptación de la canción instrumental «It’s hard to say goodbye» a la que le puso letra Serge Gainsbourg «Tant de belles choses» (2004). Es un canto al amor mayúsculo, más allá de la vida: «Incluso si tengo que soltar tu mano / sin poder decir “hasta mañana”, / nada deshará nuestros lazos. / […] Piénsalo cuando te duermas, / el amor es más fuerte que la muerte»]]

Hardy se convirtió en el mayor icono yé-yé de Francia junto a Sylvie Vartan, y aunque en el primer tramo de su carrera tuvo una actividad frenética y logró conquistar el mercado británico y el alemán, además de participar en diversos festivales, como el de Eurovisión, en 1963, en donde representó a Mónaco con la canción «L’amour s’en va» y quedó en quinta posición, o el de San Remo (Italia), en el que fue finalista en 1966 con «Parlami di te», de Edoardo Vianello, siempre disfrutó más del recogimiento del estudio de grabación que de los conciertos, en los que se sentía abrumada por esa garganta gigantesca con miles de ojos. Su discografía constata que fue una mujer enormemente trabajadora y prolífica –más de 30 discos, una barbaridad–, aunque el grueso de su producción data de las décadas de los sesenta y setenta. Además, entre 1963 y 1972 trabajó como actriz en seis largometrajes y en diversas películas documentales. Pero su sed creativa no se detuvo ahí y con los años comenzó a escribir y desarrolló una intensa actividad, con una quincena de libros de distintos géneros, entre ellos la astrología. Su libro de memorias «La desesperación de los simios… y otras bagatelas», publicado en 2016 y cuyo título da una idea de que en su vida hubo de todo menos bagatelas, se convirtió en uno de los mayores superventas de ese año en Francia.

Tormenta interior

En lo que respecta a su vida personal, en 1981 se casó con el músico y actor Jacques Dutronc, muy célebre también en su país, con quien tuvo a su único hijo, Thomas, y aunque se separó de él una década después porque se enamoró de otro hombre, nunca se divorciaron y mantuvieron la amistad hasta el momento de la muerte de ella. Françoise se lleva consigo el aroma de un mundo distinto, con un ritmo que ya no existe, enlentecido, dulce, calmo. Un mundo en el que la ansiedad vital, marcada a fuego en sus canciones y en su vida, se transmitía en voz queda, sin la menor estridencia, como quien te apuñala muy despacio mientras te besa hondo. La tormenta, su tormenta biográfica, está en el interior, pero el envoltorio es una de las estampas más deliciosas que ha dado la canción popular universal.

Basta con escuchar ahora mismo cualquiera de sus canciones, como aquella que le dio fama casi instantánea, «Tous les garçons et les filles», para plantarse frente a un tiempo imposible de reeditar y sentir cómo crece en tu interior una congoja y una melancolía sólidas. Hardy es una foto que te puede abrasar por dentro cualquier día, pero triplemente un domingo por la tarde. Qué solísimo se ha quedado el Sena sin ti, Françoise, amor. Merde.

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