¡Especulación! Gritan las belarras…

¡Especulación! Gritan las belarras…

El precio de la vivienda en alquiler cerró en diciembre de 2024 con la segunda mayor subida en los últimos 18 años, un 14 por ciento, aunque en ciudades como Madrid, Barcelona o cualquiera de las Islas Baleares hablamos de incrementos muy superiores. Es más, incluso en pequeñas capitales de provincia como Ciudad Real, Murcia, Oviedo, Burgos o Albacete el mercado de alquiler está en crisis de oferta, señal, entre otras cosas, de mayor bonanza y pulso económico, que atrae nuevas poblaciones. Nos dirán que, a la postre, lo que se despuebla es el mundo rural, pero así es la vida. Mejores carreteras, mejores automóviles, mejores tecnologías agropecuarias facilitan la mudanza a la ciudad, con sus colegios y ofertas comerciales variadas, sin tener que abandonar las labores agrarias. Las familias de las pequeñas localidades se unen así a los estudiantes, nómadas digitales, nuevos jubilados, inmigrantes varios y emprendedores que revitalizan las viejas «Vetustas», hoy puestas de dulce y arregladas como para una boda. Y si a la gente le gusta vivir en ciudades, no te digo en las grandes áreas urbanas de Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla o Zaragoza con crecimientos exponenciales de población, mucha de origen extranjero y, en su mayoría, sin colchón familiar que ayude a ir empezando. Ya nos hemos referido alguna vez a los casos más extremos, lo que reporta Cáritas diocesana, con madres y padres de familia reducidos en Madrid a alquilar un balcón acristalado sin derecho a cocina por 400 euros mensuales o una habitación en casa compartida por algo más de dinero. No es un caso exclusivamente español. En Lisboa, hace un par de años, gentes con trabajo y salario mínimo acabaron viviendo en tiendas de campaña en los pinares que rodean la capital mientras en otras ciudades lusas se perdían oportunidades e inversiones, incapaces de atraer profesionales cualificados por la escasez de vivienda. Que ambas naciones ibéricas compartieran gobiernos de coalición social comunista explica el desastre, pero no lo justifica. No sé si la «inquiokupación», favorecida por una legislación que, sencillamente, traslada la responsabilidad del Estado sobre las espaldas de los propietarios de vivienda en alquiler, está tan extendida como parece a tenor de las noticias que se suceden en los programas matutinos de la televisión, pero de lo que sí hay que estar seguro es de que cuando se interviene el mercado inmobiliario desde los poderes públicos nada funciona como es debido. Mucho menos, cuando hablamos de decisiones tomadas desde los prejuicios ideológicos de una izquierda siempre atenta a impedir que las gentes del común «hagan dinero», ya sean jefes de servicio en la sanidad pública, grandes inversores inmobiliarios, pequeños ahorradores con uno o dos apartamentos en alquiler o tenedores de acciones de las eléctricas. Pero, claro, a continuación, te suben los impuestos para desarrollar unas políticas sociales –paguitas y tal– que no serían tan necesarias si dejaran de echarle al personal, que es listo y sabe ganarse las lentejas, gabela sobre el respirar. El viernes, camino de Portugal, pasamos por las obras de soterramiento de la A-5. A derecha e izquierda, en Campamento, treinta años de cuarteles abandonados nos contemplaban. Tres décadas para poner unos ladrillos que la gente necesita para vivir. Especulación, gritan indignadas las belarras.

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