Holandeses en un rincón de Francia

Holandeses en un rincón de Francia

Un pequeño pueblo francés en las Ardenas, Melay, próximo a Bourbonne-les-Bains está lleno de holandeses. Por docenas, adquieren las viejas casas de piedra, las restauran y equipan con las nuevas tecnologías. Son residencias de fin de semana, pero también han surgido los primeros bares y restaurantes, y algún hotel de «alojamiento y desayuno», que, como decía Umbral, no me apetece mirar cómo se escribe en inglés. El pueblo es de esos con una larga tradición francesa, es decir, donde la gente se ha matado a espuertas desde las guerras napoleónicas y aún antes, y es terrible leer las estelas conmemorativas de los caídos en la Gran Guerra, con interminables listas de nombres, muchos con los mismos apellidos. No me extraña que, cuando llegó la Segunda, los franceses se apuntaran al armisticio y prefirieran la ocupación alemana a repetir las matanzas de Verdún.

El caso es que Melay, –donde uno de los holandeses pioneros, hace veinte años, resulta que es cuñado mío– tiene, digamos, poco atractivo social. En el casino de Bourbonne se juega con monedas de céntimos, con eso les digo todo, y no quedaba un puñetero bar. Los centros comerciales están a una hora de automóvil, hace un frío en invierno que pela, muchas casas todavía se calientan con leña, hay pocos jóvenes y muchos jabalíes en los bosques, planos y con esa negrura típica de la región. Hay un servicio de taxis pagados con fondos públicos para que te lleven al lejano médico y uno se pregunta qué han visto esos holandeses e, incluso, algún belga, para establecerse en el extremo más olvidado de Francia y plantearse una jubilación tan ajena a lo que ha sido su modo de vida.

Hay dos tipos de respuestas. La que gusta a nuestra bien pensante socialdemocracia, por fin, en extinción, que nos habla de la vuelta al mundo natural, a la tranquilidad del campo y nos remite a las bondades de una Unión sin fronteras, de ciudadanos iguales en derechos, sin que importe el origen nacional, y otra, desabrida, que nuclea el discurso de los populistas de extrema derecha, que incide en la extrema presión de la inmigración musulmana en los Países Bajos, la pérdida de la autoridad del Estado sobre las bandas del narcotráfico, el agobio de las normas medioambientales y las barreras crecientes al acceso a la Sanidad pública. Un discurso con el colofón de que las élites europeas han sacrificado al pueblo llano por la globalización y van, ahora, a por lo que nos queda de la producción agropecuaria. Y, claro, los ricos, los que tienen medios, huyen para pagarse una vida mejor.

Pero podemos proponer otras respuestas alternativas, quizás, más en la lógica del comportamiento humano. Por ejemplo, las casonas son baratas y las obras de reforma, con los nuevos materiales, convierten los viejos desvanes, corrales y porches en estancias muy agradables. Las tecnologías de la comunicación acaban con la sensación de aislamiento. Están a tres horas de coche de su país y, si cruzas por Luxemburgo, la gasolina está mucho más barata. Han formado colonia, con las viejas costumbres domésticas, y, al mismo tiempo, se vive en lo exótico de otro país, otros acentos y otras comidas. Y, sí, no hay muchos moros, pero es que, por no haber, no hay ni siquiera muchos franceses. Los Países Bajos tienen problemas graves, pero sus habitantes están muy lejos de considerarse «refugiados».

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