Tras una campaña en la que apenas se ha dejado ver –salvo contadas excepciones como en la Convención Nacional Republicana de julio o el mitin en el Madison Square Garden de Nueva York la semana pasada–, el foco ha vuelto a dirigirse irremediablemente a Melania Trump, que repite como primera dama de Estados Unidos. Con permiso de su reelecto marido, la modelo de origen esloveno acaparó ayer buena parte de la atención cuando apareció junto a él para celebrar su victoria frente a la demócrata Kamala Harris, en una fiesta en West Palm Beach, en el estado de Florida, uno de los que le ha devuelto la Casa Blanca.
Como en los viejos tiempos, aquellos años previos al asalto al Capitolio o a las imputaciones contra Trump, Melania fue protagonista más por su sofisticado estilismo que por su papel como primera dama, una figura que en Estados Unidos implica una responsabilidad y visibilidad mayores a la de ser la mujer del presidente. Se decantó por una imagen sobria y clásica encabezada por un dos piezas de Dior en color gris. La perfecta estampa de la esposa americana, muy en consonancia con los valores del partido que ahora representa, quiera o no hacerlo.
Sin embargo, de puertas para adentro, esos valores familiares típicamente asociados a los republicanos parecen volatilizarse en el caso de los Trump, empezando por la muy elevada posibilidad de que ni siquiera compartan techo. No es ningún secreto que Melania no es muy amiga del compromiso que su posición implica, y son muchas las voces que llegan desde el otro lado del charco que aseguran que el título de primera dama supone para ella un auténtico infierno. De hecho, la primera vez que su marido fue elegido presidente, retrasó su mudanza a la Casa Blanca lo máximo posible. Ahora, incluso se duda de que vaya a hacerlo. «Vivirá a caballo entre Palm Beach (donde ha pasado los últimos cuatro años) y Nueva York (donde se rumorea que Barron podría estudiar, acudiendo a la Casa Blanca solo para actos ceremoniales, como visitas de Estado», auguran desde «Axios», la biblia política de Estados Unidos. No habrá cena en familia a las siete de la tarde.
Más allá del rechazo que Melania siente a todo lo que rodea al cargo de su marido, sus reticencias a la hora de mudarse al 1600 de la avenida Pensilvania también podrían estar relacionadas con el supuesto distanciamiento de Trump del que se viene hablando desde hace meses. Cierto es que nunca han sido un matrimonio al uso, pero todo apunta a que la situación ha ido a peor desde que el magnate volvió a presentar su candidatura. «Se está distanciando aún más de su marido, de la política y de la escena social que la rodea. La verdad, claramente odiaba estar en Washington», comentó recientemente la escritora y periodista Kate Andersen Brower.
Aun así, Trump no dudó ayer en celebrar su reelección junto a ella y dedicarle unas bonitas palabras ante millones de espectadores. «Tengo a la mejor ‘‘best seller’’ del mundo», dijo, destacando más la fortuna que ha ganado vendiendo sus memorias que su apoyo como esposa. «Business is business». Después, un beso en la mejilla que trasladó de todo menos pasión, pero esencial para la foto de esa familia (cuasi) perfecta. Una foto a la que se sumó su hijo pequeño, Barron, el único fruto de su matrimonio con Melania. El chico acaba de alcanzar la mayoría de edad en medio de la vorágine mediática por el regreso de su padre al Despacho Oval, aunque intenta pasar todo lo desapercibido que le sea posible. En cambio, sus hermanos, Ivanka, Donald Jr., Eric y Tiffanny, de relaciones anteriores de Trump, han salido al padre y son mucho más dados a los focos, aunque ayer dieron un acertado paso atrás para ceder todo el protagonismo al 47º presidente del país.