Los animalistas deben sentirse felices al ver que uno de los suyos ha conquistado la Casa Blanca. Donald Trump no ha dudado en defender, aunque fuera con mentiras, las vidas de las nobles mascotas de Ohio de una imaginaria, apocalíptica e inverosímil posibilidad de que se las comieran los emigrantes. Siempre he sostenido que la fiesta de los toros cambiaría mucho si el torero estuviera obligado por contrato a comerse íntegramente el animal después de matarlo, pero en fin… En USA se cerrará finalmente el círculo de las inquietudes y habitará de nuevo el despacho oval una figura donde se fusionarán el animal y el animalista.
El miedo a que cumpla muchas de sus delirantes promesas debe ser atenuado. El miedo es, al fin y al cabo, lo que alimentó toda esta avalancha de odio que presenciamos. El miedo ha sido, no lo duden, lo que le ha dado la victoria a Trump. Ese miedo de una clase media, poco dada al estudio, que ve amenazadas sus escasas seguridades por un mundo cada día más veloz en sus cambios.
Pero Trump no cumplirá muchas de sus venganzas y amenazas. Principalmente, porque la mayoría de ellas se sustentan en mentiras que solo perseguían el propósito de asustar al votante para que le eligiera cómo último recurso. Muchas de esas acusaciones partían de atribuir cargos tan tenues e imposibles que Trump preferirá fingir magnanimidad antes que verse en el brete de tener que demostrarlos de una manera fehaciente.
Similar al mito de los los animalófagos de Ohio es el de los supuestos ultraderechistas de Paiporta que, una vez la Policía les ha pedido el DNI, resultan ser jubilados de Albal. La distancia entre ambos hechos es la misma que hay en que te vuelen una oreja a tiros o salgas corriendo al ver el palo de una escoba. El resto: magnanimidad fingida y mentiras.