Mal y a destiempo

Mal y a destiempo

Andaba ya Luis por los diecisiete cuando Franco se murió de viejo en aquel lejano 1975. Aún recuerda el golpe seco, directo e inmisericorde en su espalda. El clac como de madera hueca de la porra del «gris» en su lomo frágil de adolescente. Dolió, vaya si dolió. Todavía pudo caerle alguna más, pero había que repartir, y sus compañeros revoltosos también tuvieron su ración. Clac, clac, clac… y los «Ay, ay». Cómo olvidarlo. Salían entusiastas y esperanzados a celebrar la caída tardía del dictador, pero se encontraron con que aquello no era automático. Muerto el can no se acababa la rabia de un régimen que se resistía a morir también pese a su evidente descomposición y a la ausencia del llamado a ser notario del atado y bien atado, el almirante al que ETA apartó del camino volando por los aires su coche un par de años antes. En aquellas primeras semanas aprendieron en sus espaldas que todavía quedaba camino por recorrer, que el final que ansiaban no llegaría inmediatamente. Que no era automático.

Lo recuerda Luis ante el espectáculo de los fastos organizados por el Partido Socialista medio siglo después como si se pudiera fechar en aquel momento el comienzo de la democracia.

Se le antoja hasta tosca esa mirada que parece ignorar la verdad de aquel tiempo y pasa por encima de la Transición (siempre piensa en ella en mayúsculas) como si fuera un episodio de la evolución natural, casi biológica, de la democracia nacida aquel noviembre y solo consolidada con la victoria de Sánchez y su compromiso de vigilancia presente y futura. Como ignora el programa que piensa desarrollar el socialismo gobernante para conmemorar los 50 años de paz (a los más viejos del lugar seguro que la conjugación del propósito les resulta familiar) la impresión que le queda es que se pasará de puntillas por lo sucedido en los dos siguientes, hasta las elecciones de junio del 77, aquellas en las que el órgano de expresión del PSOE de entonces tituló «La libertad está en tu mano», una forma bastante explícita de indicar que era a partir de ahí cuando todo comenzaba a andar de verdad. Poco antes, en el mes de abril, se había producido algo realmente insólito, casi inesperado, la legalización del Partido Comunista que dirigía entonces Santiago Carrillo. Fue el valor político de un hombre del régimen, con el apoyo del Rey y el consenso de todas las demás fuerzas democráticas lo que propició que las primeras elecciones generales del nuevo tiempo contaran también con el PCE. El responsable de aquello fue Adolfo Suárez; actor principal, Santiago Carrillo y su pragmatismo y agudeza política; secundarios, los demás.

Aquello sí fue, por tanto, el comienzo. Y no sólo lo piensa Julio, que lo recuerda con enorme viveza, como si hubiera pasado ayer mismo, sino que hay una suerte de consenso general entre los historiadores de que es así y entonces cuando arranca el proceso democrático en España. Un proceso de Transición de un país, que, sigue repasando Julio, cimenta de verdad su régimen democrático cuando en octubre de 1982, año y medio después del intento golpista que puso a todos a temblar, Felipe González lleva al PSOE a la victoria por mayoría absoluta.

Podía Sánchez haber tenido el detalle de ubicar entonces el principio de la consolidación democrática. Pero, claro, la fecha no sería redonda, habría que reconocer la labor de González, Guerra y el socialismo de entonces, y además de todo este, tendría que esperar siete años más para los fastos. Y a saber dónde estamos entonces. Nada, imposible. Tiene que ser ahora que es cuando toca porque interesa a su momento político y al diseño de su perfil de muro de contención del franquismo que, como él mismo ha dicho esta semana, podría regresar en cualquier momento. Siempre que él no esté en el poder.

Cualquier demócrata de viejo y nuevo cuño (los del nuevo un poco más repeinados y menos tolerantes, todo hay que decirlo) está de acuerdo en que evocar el franquismo y celebrar que quedó lejos es una acción que merece apoyo y aplauso. Pero una mirada algo crítica, como necesariamente tienen que ser todas las que se dirigen a las decisiones del poder político, obliga a rebajar el entusiasmo y arquear las cejas ante los fastos y celebraciones.

En particular si desde el minuto uno el anfitrión de esta fiesta retuerce la verdad histórica y se erige en baluarte ante el imposible regreso del franquismo. Aquel tiempo nació de un golpe de estado que llevó a una espantosa guerra civil cuyas heridas aún no han curado del todo. El riesgo hoy es que gobierne una extrema derecha que, si bien maneja sin pudor la nostalgia de aquello, jamás podrá repetirlo, ni cree Julio que le interese. El mundo empieza a vivir tiempos de fragmentación e intolerancia. Piensa (aunque pueda equivocarse) que evocar la historia de forma sesgada por interés partidario y emborronar el futuro con amenazas atroces de dictadura revenida no contribuye precisamente a enaltecer la política y es una suerte de manipulación que divide aún más y hace que el personal siga marcando distancias con quienes tienen el compromiso de representarle.

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