Natalia Figueroa, la roca que da forma a Raphael

Natalia Figueroa, la roca que da forma a Raphael

El conde de Romanones, su abuelo, dio forma a esa prominente nariz que antaño debió de suponer para la familia alguna ventaja evolutiva. Pero más que cualquier rasgo facial, Natalia Figueroa heredó de este hombre, ministro en varios gabinetes y dos veces jefe del Gobierno en tiempos de Alfonso XIII, inteligencia, inquietud intelectual, su fuerza y la idea de que la vida no puede reducirse a una visión maniquea ni simplista. El ruido ya lo hizo el abuelo y después su esposo, Raphael. Ella, que es poco amiga de performances, se limita a ejecutar sus propias ambiciones. A su manera.

La introducción sirve para presentar a una mujer que, dicen, se quedó a la sombra para permitir que brillase su marido dejando atrás una exitosa carrera como escritora y periodista. ¿Por qué cuesta entender que su ambición más personal fue alcanzar la excelencia en aquello que se fue poniendo como meta? Y lo logró. Como profesional, en su juventud; como madre, esposa y abuela, según fueron pasando los años.

La familia es el motor de su vida. Con ello zanja cualquier otra especulación. En 2016, la periodista Susanna Griso le pidió a Raphael que describiese a Natalia. Además de «compañera ideal para todo, viajera incansable, madre maravillosa y esposa sensacional», la ungió con una frase: «Natalia es una forma de vida». Mucho antes, en 1991, era ella quien le confesaba a Nieves Herrero el privilegio de su vida. «Si dijese lo contrario, me castigaría Dios. Soy consciente de lo que la vida me da y de lo que tengo. Desde que nací, por mis padres; desde que me casé, por Raphael y mis hijos… Todo eso hace que sienta que mi vida es una verdadera maravilla».

Fue una mujer precursora. Antes de cumplir los 20, cuando el resto de las mujeres de su entorno y de su época solían quedarse a esperar la llamada del mejor candidato a esposo, ella se puso a trabajar en radio, televisión, prensa… Desafiaba cualquier mandato y prejuicio de la época, siempre con la bendición de su padre, un aristócrata con su encantador punto bohemio. A los 18 publicó su primer libro de tres, un poemario en prosa que había escrito cuando apenas tenía 16 años.

A Raphael lo conoció en una entrega de premios de una radio en la que trabajaba en ese momento. Empezaron como un tonteo y acabaron echándose tanto de menos que decidieron que había que pasar por el altar. ¿Fue un amor cocinado a fuego lento? Esta pregunta se la hizo también Griso y el artista caviló: «Buena cosa esa, buena frase… Sí, pero el cocimiento no ha terminado y todavía hay que echarle agua para que siga hirviendo. Si no, no hay forma».

El interrogante para Natalia es recurrente, casi inquisitorial. ¿Por qué abandonó una carrera que prometía ser brillante? «La vida son etapas. Desde que me casé, me importó mucho más la carrera de Raphael. Ocurrió de forma normal. Yo ya había tenido mi momento, mis años, mis éxitos, mi popularidad… Estaba tan contenta con mi casa, mi marido, mis hijos… Di tanto valor a eso…», respondió a Herrero serenísima y con una voz dulce, pero firme.

Natalia es una roca, con todo el peso bíblico que tiene este concepto. Representa estabilidad, solidez, permanencia y una fidelidad que trasciende lo sexual. Inoculó en aquel torbellino, del que decían en su entorno aristocrático «no te va, no pega…», felicidad y su propia serenidad. Y, erre que erre, han pasado más de 50 años desde su boda en la iglesia San Zacarías de Venecia, casi en secreto. El niño de Linares y la aristócrata de San Sebastián formaron uno de los matrimonios más sólidos de la sociedad española del que nacieron sus tres hijos. Con ella, el cantante, que ahora ha iniciado un tratamiento para tratar un linfoma cerebral con dos nódulos, ha aprendido la urgencia de vivir el instante con una sonrisa. Natalia es su victoria. La otra, su gira, puede esperar.

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