Paolo Sorrentino: “Las mujeres realmente bellas no se aprovechan de su belleza”

Paolo Sorrentino: “Las mujeres realmente bellas no se aprovechan de su belleza”

Como en aquella canción de mediados de la década de los setenta en la que Riccardo Cocciante horada los huecos de su voz rasgada para advertirnos de que ya estaba todo previsto excepto la muerte, el colosal ensalzamiento estético y filosófico de la vida que propone Paolo Sorrentino en su nuevo trabajo, «Parthepone», ya encerraba algo de presagio, de presentimiento inevitable en su naturaleza de consagración a la belleza, elemento frente al cual, el cineasta italiano vuelve a rendirse devotamente para intentar sublimarla.

En esta suerte de travesía hedónica vital narrada a través del irrevocable paso del tiempo que pasó por la última edición de Cannes y ahora participa en la Sección Perlas durante esta séptima jornada del festival donostiarra, el también autor de “Fue la mano de Dios” o “La gran belleza”, coloca su cámara por primera vez en el seguimiento de la figura de la mujer que da título a la cinta: “Parthenope”. Bautizada con el nombre de la sirena que, según la mitología griega, dio nombre a una ciudad situada en el lugar donde posteriormente se asentó Nápoles y parida de forma poética en el agua de la costa napolitana a través de una primera imagen en donde ya se escapa todo el caudal de vida, búsqueda, belleza, amor y muerte que sucederá posteriormente, Parthenope representa a través de su desbordante atractivo todas las luminosidades desprendidas de una juventud que ya no vuelve, aunque nunca sepamos en lo que está pensando.

Algo parecido a lo que sucede durante los cinco primeros minutos de entrevista con el director, que nos recibe trazando sobre un cuaderno situado encima de la mesa los esbozos de un dibujo, un retrato concretamente, que no abandonará en ningún momento de la conversación, como si su forma de gestionar el impulso de la creación fuera entregándose a ella constantemente. “El paso del tiempo es una cosa que me ha preocupado desde siempre. Cuando era niño y le preguntaba a mi madre cuándo se iba a morir, me decía “tranquilo, eso ocurrirá cuando tenga cien años” y a mí ya me parecía poco tiempo”, afirma sonriendo sobre una preocupación que ha inundado de una nostalgia lacerantemente hermosa sus últimos trabajos, como ocurría en “Fue la mano de Dios”. La belleza, presente y modelada en la historia casi con la entidad de un personaje más, sigue siendo un elemento misterioso y elástico para el realizador napolitano sustentado en la idea de que «creo que todo lo que me gusta de la vida la conforma».

La perfección imperfecta

Presentada como una divinidad cuasi fantasmal en sus movimientos –por lo irreal más que por su relación con la muerte: escenario del que se encuentra alejada pero al mismo tiempo interpelada por el inesperado suicidio de su hermano– que utiliza los atributos físicos que le fueron dados por la naturaleza en favor de su propio placer y sin intención alguna de sacar otro tipo de beneficio, Parthenope y su búsqueda como estudiante superdotada de antropología, se equilibran con insistencia en una balanza formada por el placer y el conocimiento. “Las mujeres realmente bellas no se aprovechan de su belleza. Las personas que en general tienen una apariencia mediocre son las que se aprovechan de esa apariencia”, asegura Sorrentino antes de quedarse dubitando unos segundos cuando le preguntamos por la posibilidad de seguir amando en cualquier otro momento de la vida con la misma intensidad intrínseca de la veintena.

“Es una pregunta muy bonita, necesito pensarla. Creo que se puede volver a amar con la intensidad de los veinte años y que incluso es posible enamorarse mejor cuando uno está en una edad madura digamos, en un término medio, porque en ese momento uno es consciente de los momentos del pasado que han sido imposibles, de aquello que falló, de todas esas cosas que nunca pudieron realizarse y también uno es consciente de la belleza de lo que no pudo ser. Hay un escritor italiano que cuenta la historia de un hombre adulto que tiene una aventura con una mujer joven que no llega a realizarse del todo y él dice en un momento determinado que no pasa nada, porque la perfección está precisamente en lo que no llega a realizarse del todo”, relata entusiasmado.

A Sorrentino no le interesa “ni el placer físico en sí ni el placer intelectual en sí, sino el momento en el que van de la mano” y en “Parthepone” sin duda, se puede sentir el tacto de esas manos entrelazadas al ritmo de los compases de Cocciante, pero también el sonido viciado de las calles de una ciudad preñada de claroscuros, su Nápoles natal, que vuelve a utilizarse en el relato como depositario biográfico de todas las filias pero también las fobias del creador hacia una ciudad que le vio nacer y a cuya idiosincrasia arrebatada siempre necesita estar volviendo. Una ciudad en la que la clase alta siempre está asociada al mar y su participación de lo sagrado necesita el contrapunto de lo profano. “Nápoles es una ciudad que cambia aparentemente pero lo cierto es que en realidad no lo hace. En el fondo es una ciudad snob y los snobs siempre esperan que cambien los demás. Estas callejuelas oscuras en las que se podría uno encontrar con Caravaggio son muy importantes en Nápoles porque configuran el auténtico lugar de la ciudad en el que te puedes abandonar a lo sórdido y a lo oscuro y esto es una tentación muy fuerte allí, especialmente cuando eres niño”.

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