Con sólo 7 años vio por primera vez un cadáver. En la misma época que su madre ingresó en un hospital psiquiátrico, el padre de Quincy Jones era carpintero, y trabajaba, en el sur de Chicago, para los gánsters más notorios del planeta. «Veía cadáveres todos los días, pistolas, cigarros, montones de vino… yo también quería ser un gánster, tener una vida cómoda», explicó el productor en una entrevista concedida a «GQ» en 2018. Afortunadamente, no se dedicó a organizaciones criminales ni a ajustes de cuentas. Escogió otro camino, otra pasión que algo tenía que ver con ese mundo del disfrute, el vicio y el ansia de confort, aunque sin víctimas de por medio: fue un productor musical clave, pero también trompetista, arreglista, director de orquesta y compositor de música pop, R&B y jazz. Tuvo, más que cómoda, una vida de película.
Jones estaba convencido de que llegaría a soplar 110 velas. En la citada entrevista, aseguraba, a sus 85, que aún estaba comenzando a vivir. No era suficiente con una vida marcada por auténticos logros y dispares circunstancias que parece complejo de hallar en un solo perfil: se encontraba a su vejez inmerso en proyectos para Broadway, para el cine, para álbumes de música… Jones podía con todo, menos con lo inevitable. El mundo del entretenimiento se despedía este domingo de su gigante ambición: Jones falleció a los 91 años, sin haberse revelado la causa de muerte, y dejando un legendario y valioso legado artístico.
«Trabajé con todo el puto mundo de la música», presumía Jones. Se hizo, a la muerte de Frank Sinatra, con uno de sus anillos, que el propio cantante le legó como prueba de su amistad y confianza. También heredó alguna de las pinturas que coleccionaba Miles Davis, y fue testigo de los vicios de Ray Charles, así como productor de su carisma y su infinito talento. Más allá de la música, confesó haber cenado acompañado de Elon Musk, Marc Zuckerberg y Jeff Bezos, y hasta admitió haber visto a Hitler consumir cocaína. Se codeó con Buzz Aldrin, con Prince, con Malcolm X o con Truman Capote. Y el acto que le coronó como figura trascendental para la música popular fue producir «Off the wall» (1979), «Bad» (1987) y «Thriller» (1982), de los discos más representativos e icónicos de Michael Jackson. Conoció al creador del «moonwalk» cuando sólo tenía 12 años, y le acompañó durante toda su trayectoria, desde su salida de los Jackson 5 y la Motown hasta su eterno estrellato. Resaltaba del [[LINK:INTERNO|||Article|||66d6b707ebb7b0e439e533c2|||de «Beat it»]] que su grandeza residía en su perspectiva con los detalles: seguía minuciosamente cada movimiento de sus ídolos, como Gene Kelly y James Brown.
El productor, que también trabajó con otros ilustres nombres como Aretha Franklin, Dinah Washington o Paul Simon, dejó huella en el campo del cine y la televisión, creando las bandas sonoras de «A sangre fría» o «El color púrpura». Fue precursor del «We are the world» de 1985, y formó parte de las pocas personas que han logrado el «EGOT»: al menos un Emmy, un Grammy, un Oscar y un Tony. Una figura única, que si bien no se ganó la vida a punta de pistola como su niñez parece que le encaminaba, sí pasa a la historia como el buen gánster, como un «smooth criminal» de la estrategia musical.