Tom Pidcock asalta y toma la Colina de la Revancha

Tom Pidcock asalta y toma la Colina de la Revancha

Hace no tanto, la colina de la Revancha, era un gran agujero, una cantera de piedras molares que arrancaban mineros de callos duros que cortaban como cuchillos y raspaban como escofinas sus manos, y brazos nudosos como sarmientos, quizás como los brazos de David Valero, campesino de Baza, en Granada, que cambió la azada por la bicicleta de montaña y fue medallista de bronce en Tokio, y sigue siendo tan duro, tan capaz de someter su cuerpo a esfuerzos tan ingratos y tan duros como siempre, y en aquella obra, y con el calor que abrasaba la grava y los pedruscos del camino, tan seco e inclemente como el de su Granada en agosto, habría sido el mejor, seguramente, pero hace 50 años la cantera se convirtió en el basurero de Versalles, y luego en escombrera de la construcción de la ciudad de San Quintín, y creció y creció hasta convertirse en una colina de 231 metros de alta, la mayor elevación de toda la región de Île de France, y ahora se llama Colina de Élancourt, y desde su cima, banderas agitadas por una brisa tonta, se ven el Sena y la torre Eiffel, y allí crecen los árboles, y la surcan como serpientes caminos en los que un campesino duro se pierde, pero el inglés Tom Pidcock bulle y salta como un elf, un genio travieso en el bosque, y cuando se lanza a su asalto nada le puede parar, ni siquiera un pinchazo, ni siquiera un francés exaltado y fuerte que ve ahí, tan cerca, la medalla de oro, y no llega.

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