No sabe dónde meterse Alexander Zverev, convertido en un zombi. Ojos vidriosos y voz quebrada. Mirada perdida del alemán, abatido por segunda vez en la final de un gran escenario y, de alguna forma, prorrogando esa suerte de estigma que se comparte en la trastienda del tenis, donde continúa expandiéndose la idea de que tal vez nació a la hora equivocada, quizá a destiempo, y de que de haber tenido un punto más de fortuna podría ser hoy una figura de máximo relumbrón. Tiene algo de tenista maldito el gigantón, negado hace cuatro años en el desenlace de Nueva York por el austriaco Dominic Thiem, en una final que tenía encarrilada, y reducido otra vez por Carlos Alcaraz. Severo castigo otra vez. Otro disparo al limbo.