Qué pereza

Qué pereza

Martina recuerda el simpático episodio de un concejal de Mijas, en Málaga, que propuso sustituir el nombre de Descubrimiento para una avenida de la villa, por sonar a imperialista episodio de limpieza étnica, por el de Villa Romana, de referencias, según él, mucho más cercanas a la historia y la cultura propias. Claro, se quedó sin contrarréplica cuando el alcalde le asestó en el bajo vientre una elemental lección de historia poniéndole a pensar –es un decir– si lo de Roma no habría sido también una agresión imperialista, si Roma no habría desprovisto de territorios y riqueza a todos los pueblos que conquistó, si su acción no habría diezmado y diluido su cultura a los pueblos íberos o germanos o griegos de cualquiera de los territorios en que el Imperio Romano dejó su huella. Probablemente la respuesta era sí. Pero el animoso y reivindicativo concejal no tenía en el argumentario esa posibilidad.

Le viene a la memoria a cuenta del episodio de presente presentismo en el que está navegando el temporal la relación política entre México y España por lo del desaire al Rey. Que es un desaire a España porque no lo es a una persona sino a una institución cuya función principal es el ejercicio de la representación del Estado. La Monarquía nos define constitucionalmente, es parlamentaria, sustentada, por tanto, por el Parlamento español, y mayoritariamente aceptada por los ciudadanos que la valoran como una de las instituciones más prestigiosas.

A Martina no le sorprende que la izquierda a la izquierda del PSOE, la izquierda gubernamental que sigue necesitando el alimento de alguna caza esporádica para no morir de inanición, no sólo discrepe de la política exterior sino que la rompa abiertamente y además siga con absoluta tranquilidad en ese gobierno. Allá que se van sus representantes a la toma de posesión de la nueva presidenta antiimperialista. Cierto es que es ya un clásico que Podemos, Sumar o la marca que ocupe ese espacio en el Consejo de Ministros, critique decisiones por él asumidas y siga tranquilamente formando parte del gobierno sin que se le caiga un solo anillo. No estoy de acuerdo, pero aquí sigo. O, como dice mi maestro taurino Chapu Apaolaza, «cualquier día de estos cojo la puerta y me quedo». Pero ya le cansa la vieja monserga del genocidio y el perdón. De la brutalidad de los conquistadores españoles y la exigencia de que España se excuse por aquello. Hay que ser muy torpe y muy ignorante para mantener esa cantinela con rigor. Tanto allá como aquí. -María Zambrano ya habló de la dificultad de los españoles para aceptar su propia historia, porque la entendemos como «sombra, como culpa solamente».

Y en eso seguimos. Encantados de servir de eco a la vieja leyenda negra. Aliñándola, además, con esa tendencia tan de la izquierda universal contemporánea de medir la realidad en función de criterios y situaciones actuales. Eso que los historiadores llaman presentismo, o sea, proyectar nuestros valores del presente sobre el pasado. Como si todo fuera igual.

La famosa carta de Obrador en el año 2019 en la que pedía que el Rey pidiera perdón e hiciéramos borrón y cuenta nueva, es un ejemplo palmario de ese presentismo ayuno y obtuso. En ella reclama, según vuelve a leer Martina, una ceremonia en la que se reconozcan los agravios causados, se pida perdón, se comparta y socialice el relato de la historia y se abra una nueva etapa, y aquí está la madre del cordero, «plenamente apegada a los principios que orientan en la actualidad a los respectivos estados». Presentismo puro y duro.

Martina entiende que lo que pidió el presidente mejicano y no obtuvo respuesta fue una acción política que concluyera en la boda imposible entre la verdad ideológica y la verdad histórica. Y aquello no había por dónde cogerlo. Ahora tiene como consecuencia un menosprecio a España, en la figura del jefe del Estado español. La cuestión probablemente no vaya más allá. México es uno de los principales socios comerciales de España y los resultados allí de muchas empresas son vitales para su balance. Pero, y eso es lo que desasosiega a Martina, queda aquí de nuevo la evidencia de que hay una parte de España que sigue anclada en la negación de la historia porque no puede ver la realidad más allá de la que muestran sus gafas ideológicas, su concepto limitado del mundo.

Lo que somos hoy, nosotros, los mejicanos, los peruanos, los alemanes o los irlandeses, es fruto de una historia única que ha conformado nuestra personalidad presente y futura. Para bien y para mal. Pedir perdón por algo que se hizo en un tiempo, un contexto y una realidad social, cultural o política es renunciar a parte de nuestra identidad. Repetir lo obvio es molesto, pero a veces no hay más remedio que hacerlo. Martina no tiene nada que ver con una mujer del siglo XVI, igual que los estados modernos, herederos de aquellos imperios europeos y orientales, no se organizan como ellos ni promulgan sus leyes. El mundo es otro y reescribir el pasado no sólo revela ignorancia o mala fe, sino que nos condena a que en el futuro seamos aún más ignorantes y peores.

Qué pereza tender que andar todavía en este debate.

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