La ONU y el tiempo de los aimaras

La ONU y el tiempo de los aimaras

Los aimaras se plantean el tiempo al revés. Al menos, si tomamos como referencia el canon ortodoxo de pasado, presente y futuro que usamos el resto de la humanidad. Ayer, hoy y mañana adquieren una dimensión diferente para este pueblo amerindio que vive desde hace siglos en la cordillera de los Andes. Su concepción de la vida los lleva a dividir la existencia entre lo pretérito y lo venidero, y situarlo, además, en sentido inverso: lo que ya ocurrió estaría delante de nosotros y lo que está por llegar, justo detrás. Una estructura mental basada en que lo que ya pasó, lo conocemos y, por tanto, lo podemos ver, mientras el porvenir es una incógnita, algo invisible, oculto tras nuestra espalda. Peculiar criterio que choca con la forma en que organizamos nuestras sociedades, tan enfocadas en el futuro, proyectando ansiedad y aspirando a lograr el anhelado «mindfullnes». Aunque, a veces, viendo cómo actuamos, deberíamos revisar el análisis que hacemos del tiempo y su valor.

Y lo hemos visto, sin ir más lejos, estos días en la Asamblea General de Naciones Unidas. La cita anual ha llegado en un momento especialmente convulso, con un mundo empantanado en 56 conflictos bélicos, el número más elevado desde la Segunda Guerra Mundial. En especial, con dos contiendas abiertas que implican, de manera más o menos directa, a tantos actores, fuerzas e intereses globales que hacen contener la respiración al planeta: Ucrania, enredada en la defensa frente a Putin, y Oriente Próximo, al borde de la implosión total. Aunque ambos choques empezaron con el augurio de la brevedad, se han enquistado bloqueando el discurrir de las relaciones internacionales.

«El mundo está entrando en la era del caos, una peligrosa e impredecible ley de la selva donde reina la total impunidad», fue el rotundo arranque elegido por António Guterres para el cónclave en Nueva York y volvió a dejar en evidencia el reparto obsoleto de fuerzas en el Consejo de Seguridad que paraliza cualquier solución a través del derecho de veto. Ese equilibrio de poder entre las grandes potencias, basado en un orden global anterior es, en efecto, un lastre. La ONU necesita de forma urgente, ya, una reforma que la adapte a la geopolítica contemporánea no solo por motivos prácticos sino, además, como respuesta a quienes esgrimen su inutilidad. Si repasamos su historial de casi ocho décadas de gestiones diplomáticas, comprobaremos que, pese a todo, el mundo sería un lugar infinitamente más inhóspito sin esa asociación que aspira a que la palabra sea el eje de las relaciones internacionales. Pongamos, por un momento, el pasado por delante. Como hacen los aimaras.

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