El Rey que no lo era, el Rey que sí lo es

El Rey que no lo era, el Rey que sí lo es

La mitificación de un personaje público es un proceso que dura años. Hecho a hecho, media verdad a media verdad o incluso mentira a mentira. Así se han fraguado todas y cada una de las leyendas más potentes de la historia. Y de la misma manera que levantar un edificio lleva meses, cuando no años, derribarlo es cuestión de segundos, basta una exigua cantidad de dinamita colocada en elementos sensibles de la estructura. Juan Carlos I no es la excepción que confirma la regla. Con la particularidad de que los artificieros no vinieron de fuera. Él solito sembró de explosivos los muros de carga de un reinado que hace no tanto se antojaba bueno, bonito y barato a los ojos de todo el planeta. Fuera fábula, resultase realidad, Juan Carlos I atesoraba todos los boletos para haber pasado a la historia como la figura que nos condujo de la dictadura a la democracia, con el gran Adolfo Suárez de mariscal de campo; como el superhéroe que paró el 23-F; como el gran árbitro de un bipartidismo imperfecto que es lo más perfecto que nos ha ocurrido nunca. El drama, su drama, es que se suicidó en diferido. La primera autocarga de profundidad no se hizo esperar: antes incluso de la muerte de Francisco Franco, empezó a cobrar comisiones como si no hubiera un mañana por ese miedo cerval al exilio que arrastra una dinastía que ha terminado sistemáticamente asentando sus reales –y nunca mejor dicho– en el extranjero. Desde Carlos IV hasta nuestro protagonista ninguno se ha librado de esa maldición borbónica. La avaricia de Juan Carlos I acabó rompiendo el saco, no supo o no quiso parar su compulsivo cobro de mordidas por toda suerte de negocios públicos, desde los barriles de petróleo saudí que entraban en España hasta la compra de los cazabombarderos F-18. El dinero acababa sistemáticamente en cuentas en Suiza, paraíso fiscal donde los haya, demostrando que Hacienda no somos todos. Las amenazas vía Félix Sanz Roldán a Corinna Sayn-Wittgenstein le salieron carísimas. El rumor de sus aficiones offshore adquirió la categoría de noticia incontrovertible gracias a Okdiario. Para más inri, los audios grabados por Bárbara Rey ponen en cuestión, siquiera indiciariamente, su rol el 23-F. Esas loas desmedidas a Alfonso Armada por su omertá sugieren lo que tantas veces se sospechó pero no se pudo probar: que estaba detrás de todo. Por algo seguramente los dos capos del golpe de Estado eran su mano derecha, el propio Armada, y la izquierda, Jaime Milans del Bosch. Y, por si fuera poco, su bonhomía y su campechanía saltan para siempre por los aires con sus descarnadas y machistas referencias a Doña Sofía, persona intachable en todos los órdenes, y con un espíritu lenguaraz impropio de alguien que ejerce las funciones de jefe de Estado. Don Juan Carlos olvidó que la fórmula mágica de la longevidad de cualquier corona es la ejemplaridad. No hay más secreto. Tan simple y tan complicado a la vez. Por eso quedará para la posteridad como el Rey que en realidad no lo fue. La antítesis de su hijo, que puso tierra de por medio con él, que renunció a la herencia offshore, que es austero, que no chalanea, que es impecablemente respetuoso con todo el mundo, que no va largando intimidades propias y de Estado por ahí y que no sé si es casto, y me importa un comino, pero al menos es cauto. La supervivencia de la monarquía parlamentaria está garantizada. A Dios gracias. Que ya tuvimos una república y acabó como acabó. ¡Larga vida a Felipe VI!

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