La división independentista es congénita. El proceso secesionista empezó precisamente como una subasta entre independentistas para hacerse con la hegemonía de un movimiento que se prometía a sí mismo la exclusiva del poder en la Cataluña futura. La emulación en la carrera por la autenticidad fue el combustible hasta la fallida independencia y siguió luego impulsando los intentos de reavivar el proceso y de consolidar, mantener y apropiarse de su legado. El independentismo ha vivido, y ahora desfallece, gracias al carácter contradictorio de su fuerza polarizadora, que le impulsa en la etapa de radicalización, pero le debilita a la hora de alcanzar algún objetivo concreto. No es la ‘casa grande’ que quería Artur Mas, sino la casa cada vez más pequeña y dividida de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras.
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