Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza

Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza

Lo he intentado. Viendo ayer Gaza, el documental de Al Jazeera sobre el año ya transcurrido desde las matanzas de Hamás, me he dicho: voy a intentarlo. Voy a empatizar con los soldados israelíes; voy a empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger, de la compañía C, batallón 8219, que fuman un narguile mientras se desmigajan los edificios a sus espaldas; o con el sargento Tameer Mulla y con Dror Zvi Ba y con Uriel Abuotvuol y con Kovi Margolis, que hacen añicos entre risas la vajilla de una casa destruida y desvalijada; o con Guy Mizrahi, que se fotografía, radiante de felicidad, robando dinero; o con Oren Shmuel, adicto a la dinamita, que celebra la voladura de un pueblo entero; o con los sargentos Blancovich y Vahstein, que se exhortan, mientras arde Shujaiya, a no dejar el menor rastro del barrio; o con Shalev Xinbar y Roee Ben Abu, que posan ante la cámara travestidos con la lencería íntima de las palestinas expulsadas de su hogar, quizás ya muertas; o con ese otro que confiesa sin empacho haber torturado a un detenido; o con la soldado que se burla en off del prisionero humillado que se ha orinado en el calzón; o con el que patea y arrastra por el suelo a un palestino desnudo y maniatado. Lo he intentado. Tengo la obligación de ponerme en el pellejo de cualquier otro; de no juzgar sin experimentar desde el cuerpo del asesino su goce y su rabia; de “situar”, como se dice ahora, mi pensamiento y mis emociones. Tratemos de entenderlo. De niño, les contaron que esa tierra era suya por decreto divino, que forman parte del pueblo elegido por Yahvé, que el mundo entero conspiró para matarlos, que los intrusos a los que ahora asesinan son perros y animales furiosos dispuestos a arrojarlos al mar; que el 7 de octubre estuvieron a punto de experimentar un segundo Holocausto; que están protegiendo a los suyos de la aniquilación. Hagamos un esfuerzo. Habrá que pensar asimismo en el estrés de la situación, rodeados de enemigos de todas las edades, inhumanos y feroces, que fingen sangrar mientras ceban una bomba; y en el placer vicioso y comprensible que encuentra la rabia en afrontar y superar una oposición malévola; y en el no menos comprensible de movilizar todos los medios a disposición para hacer pedazos a alguien más débil. Pum catapum, da mucho gusto incendiar una mezquita, ver desplomarse hacia dentro una universidad, hacer saltar por los aires, uno detrás de otro, 10 edificios; y luego cantar y bailar, como niños inocentes, entre los escombros, celebrando alegres la travesura y la ardiente camaradería; y subir a TikTok, muy orgullosos, la improvisada coreografía; y volver después a cenar a casa en guisa de héroes.

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