Premio Planeta: ese codiciado objeto de deseo

Premio Planeta: ese codiciado objeto de deseo

La leyenda del individuo emigrante hecho a sí mismo, que desde un estado social humilde pero con inteligencia y tesón consigue llegar a lo más alto en lo que se propone, pareció encajar a la perfección en la singular trayectoria profesional de José Manuel Lara Hernández. De no saber nada de la realización, distribución y venta de libros, a crear el mayor grupo editorial de la historia de España durante décadas: este es el camino fulgurante de un hombre que convirtió en productos rentables lo que hasta el momento eran novelas, volúmenes de cocina o enciclopedias, objetos de ocio y cultura minoritarios asentados de repente en una cadena industrial donde el material de calidad, la publicidad y la cercanía con los gustos variados de la población lectora constituían las bases para alcanzar beneficios comerciales.

Por qué un libro no podía disfrutar del cuidado mercantil que tenían otros objetos, pensaría Lara en los años cuarenta cuando, sin formación en asuntos financieros ―aunque sintiera pasión por las matemáticas―, y con la permanente ayuda de su mujer ―esta sí una gran lectora―, revolucionó la labor editorial con un olfato y una intuición asombrosos. Entendiendo lo que el público podía acoger con agrado en aquella época franquista culturalmente enquistada, se mostraría como el primer editor que, sin asomo de pudor, no iba a tratar las letras con grandilocuencia, sino desde un punto de vista práctico, sencillo, popular, dignificando además aspectos descuidados por entonces y que ahora son el abecé para las grandes asociaciones de comunicación: la remuneración económica al escritor o la publicidad de las obras a gran escala.

Y qué mejor ha representado eso que el premio Planeta, cuya primera convocatoria fue en 1952, con Juan José Mira («En la noche no hay caminos») de ganador y Severino Fernández («Tierra de promisión») como finalista. A estos les siguieron otros autores de mayor relieve literario que iban a convertirse en clásicos modernos, como Ana María Matute (con «Pequeño teatro»), e Ignacio Aldecoa (con «El fulgor y la sangre»), ganadora y finalista en 1954; progresivamente, desde la editorial se iría dando un tratamiento glamuroso al escritor hasta hacer de él una figura pública triunfadora, es decir, alguien brillante capaz de ganar mucho dinero de manera creativa. No en balde, Manuel Vázquez Montalbán, con motivo del cincuentenario del premio Planeta en 2001, opinaba de Lara en una entrevista: «Ha sido un editor casi canónico. Representa lo mejor que tiene el capitalismo, que es cuando te encuentras a alguien con auténtica capacidad de iniciativa y que sabe desarrollarla».

Auge de la novela histórica

Y, en efecto, Lara supo fundar una empresa y adaptarla en cada momento al signo de los tiempos, dando a la vez de forma progresiva un tratamiento glamuroso al escritor hasta hacer de él una figura pública triunfadora, es decir, alguien brillante capaz de ganar mucho dinero de manera creativa. En especial, toda esta hábil gestión tendría un ascenso meteórico a partir de 1975. Es la época en que los españoles se preguntan por la verdad del pasado colectivo, intuyen los Lara, por lo que se abre el camino del libro de trasfondo histórico ―que luego tan excelente continuación tendría mediante textos de ficción de Juan Antonio Vallejo-Nájera («Yo, el rey»; premio Planeta 1985), Juan Eslava Galán («En busca del unicornio»; premio en 1987) y, sobre todo, Terenci Moix, el escritor de más facturación para la editorial, con más de un millón de ejemplares vendidos de «No digas que fue un sueño» (Planeta 1986). Precisamente, Sergio Vila-Sajuán, autor de «Pasando página. Autores y editores en la España democrática» (Destino, 2003), explicó cómo «Planeta explotó como nadie esta corriente de interés por el pasado y de búsqueda de claves de la nueva situación para un público masivo».

Anteriormente el llamado realismo social había marcado una moda que triunfaba y de la que se nutrió el certamen, al tiempo que se irían asomando propuestas más innovadoras. Ejemplo de ello es el Planeta 1955 («Tres pisadas de hombre») para Antonio Prieto, que añadía una carga «metafísica» al estilo imperante, y Mercedes Salisachs (finalista en ese año y en 1973 y ganadora en 1975 con la obra «La gangrena»), además de la prolífica Carmen Kurtz (ganadora en 1956 con «El desconocido») y de uno de los iniciadores de la corriente antirrealista, Andrés Bosch (ganador en 1959 gracias a «La noche»), quien, como en el caso de Carlos Rojas (ganador en 1973 con un texto sobre Manuel Azaña), se enfrentó a una tendencia demasiado explotada que el decenio de los sesenta verá agotarse.

El premio así se abre a otro tipo de literatura más vanguardista, después de que surja la publicación de un texto que rompe con todo en el panorama literario español, «Tiempo de silencio» (1962), de Luis Martín Santos, al lado de la explosión del llamado «boom» hispanoamericano al otorgarse el premio Biblioteca Breve a Mario Vargas Llosa por «La ciudad y los perros», todo lo cual abre una nueva forma de entender la narrativa. Mientras, la literatura en el exilio seguía creciendo –próxima al mercado editorial español– con autores tan relevantes como Ramón J. Sender (que obtendrá el Planeta en 1969 por «En la vida de Ignacio Morel). Se trata de un momento cumbre de nuestra novelística, con obras de los autores mayores: Camilo José Cela, en continua renovación formal, pero también de Juan Goytisolo («Señas de identidad») y Miguel Delibes («Cinco horas con Mario»).

De este modo, nuevos recursos técnicos ―narrador subjetivo, uso de los tres puntos de vista narrativos, monólogo interior, lenguaje barroco― cristalizarán en la novela experimental de Juan Benet «Volverás a Región» (1967), que será finalista del Planeta en 1980 por «El aire de un crimen», ejemplificando que a veces no hay que convertirse en ganador para tener una proyección grande. En este sentido, la editorial de Lara Hernández aún mantendrá una corriente de premiados más convencionales, como como Torcuato Luca de Tena, Luis Romero o José María Gironella, los cuales persisten en tratar la guerra civil española.

Rostros conocidos

Así, en los setenta hallamos la consagración de una literatura más lingüística y menos atada a la trama, gracias a la paródica «La Saga/fuga de J. B.» (1972), de Gonzalo Torrente Ballester (que recibirá el Planeta en 1988 por «Filomeno, a mi pesar»), al más lírico y doliente Francisco Umbral con «Mortal y rosa» (otro finalista de postín en 1982 por «Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo»), o a la estructurada «La verdad sobre el caso Savolta», de un Eduardo Mendoza que ganará el premio en 2010 por «Riña de gatos». Tras la dictadura, la libertad ya se había hecho total y en el lustro siguiente Planeta premia a un autor vanguardista, Jesús Torbado, reconoce el trabajo autobiográfico de Jorge Semprún, deja finalista dos veces a Alfonso Grosso y edita al satírico Ángel Palomino. Todo ello combinado con un gusto por historias cercanas y entretenidas al final de la década, cuando Juan Marsé y Vázquez Montalbán recogen el galardón, respectivamente, por «La muchacha de las bragas de oro» y «Los mares del Sur».

Es el momento, como decíamos, de la eclosión de la novela histórica: «Volavérunt» (premiada en 1982), de Antonio Larreta, o «El mal amor», de Fernando Fernán-Gómez (finalista en 1987), junto con el hecho de que van surgiendo más talentos nuevos atraídos por la capacidad de promoción y económica de Planeta, como Soledad Puértolas (premiada en 1989 por «Queda la noche») o Antonio Muñoz Molina (en 1991), por «El jinete polaco». En fin, tras ello vendrá un aire más comercial, cuando menos al evidenciar la popularidad de ciertos autores, así como la juventud de algunos de ellos, que son elementos atractivos para el nuevo lector, cada vez más asiduo a lo audiovisual.

En todo caso, ayer, hoy, y por siempre, cierta fama previa unirá a casi todos los premiados: de Antonio Gala y Fernando Sánchez Dragó a los televisivos Fernando Delgado y Fernando Schwartz; de pesos pesados como Mario Vargas Llosa y Camilo José Cela a los jóvenes Ángeles Caso o Juan Manuel de Prada. Todos ansían el premio, ya sea un filósofo como Fernando Savater, o una periodista como Maruja Torres. Y aun así, aparte de decantarse por rostros sobradamente conocidos, el premio lanzará al estrellato a debutantes o autores prácticamente anónimos, a menudo en torno a la narrativa histórica o policiaca, aunando comercialidad y literatura, haciendo así historia, contribuyendo al devenir de la literatura española contemporánea.

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