La crisis de la vivienda como muleta sanchista

La crisis de la vivienda como muleta sanchista

No es infrecuente que los responsables políticos de un problema se pongan a la cabeza de la manifestación, como si éste viniera dado como una especie de azote de ignotos dioses y no como la esperable consecuencia de una mala gestión de los intereses públicos. Ha vuelto a ocurrir tras la protesta organizada en Madrid contra la situación del mercado del alquiler por parte de asociaciones de inquilinos vinculadas a la izquierda radical –la misma, dicho sea de paso, que considera como «corrupción empresarial» cualquier proyecto inmobiliario que no pase por sus estrechas miras–, con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunciando subsidios ya anunciados al alquiler de los jóvenes y proclamando enfáticamente que la vivienda será «la prioridad absoluta» del Ejecutivo durante lo que resta de legislatura.

Por supuesto, hemos de felicitarnos por el repentino interés del inquilino de La Moncloa ante un problema, el de la crisis inmobiliaria que afecta, fundamentalmente, a jóvenes y a familias inmigrantes, que no ha hecho más que agravarse desde la llegada al poder del gobierno de coalición social comunista, en buena parte, por la adopción de unas medidas intervencionistas del mercado, ya ensayadas y fracasadas, que buscan trasladar la responsabilidad de los poderes públicos sobre las espaldas de los propietarios, considerados, poco más o menos, como sanguijuelas capitalistas.

Sin embargo, no es cuestión ahora de analizar las causas de la crisis de la vivienda en un país como España, que, por citar un ejemplo, cuenta por décadas el tiempo que se tarda en la aprobación de los grandes proyectos inmobiliarios, sino de constatar lo sospechado, que el presidente del Gobierno, lejos de afrontar de cara las acusaciones de corrupción que acosan a miembros del partido socialista y del Consejo de Ministros, así como a su círculo familiar más cercano, se ha decidido por la táctica de sobra conocida de regalar los oídos de la opinión pública con alarde de promesas que sabe perfectamente que no podrá cumplir, entre otras razones, porque yerra en el diagnóstico del problema, y embarrando el terreno de juego con contra acusaciones a la oposición, aunque sea recuperando insidias de hace treinta años sobre el «amigo narco» de Feijóo.

Con todo, la actitud del presidente del Gobierno tiene una virtud, la de desactivar la incipiente contestación interna entre algunos de sus compañeros del PSOE, que no creen que el escándalo puede circunscribirse al ex ministro José Luis Ábalos y su cuadrilla de «asesores» e intermediarios, desde la asunción de una posición de resistencia contra viento y marea, al menos, hasta que se celebre el Congreso Federal del partido, a finales de noviembre, en el que confía para poder deshacerse del sector díscolo. Y, a partir de ahí, cierre de filas absoluto.

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