Amnistía, Begoña Gómez y corrupción

Amnistía, Begoña Gómez y corrupción

El jueves se aprobará la ley de amnistía demostrando que el PSOE de Sánchez es el partido más corrupto de la historia de España. Su labor desde 2018 ha sido la de corromper los pilares de la democracia, de su espíritu y letra para conservar el gobierno. Desde el comienzo, Sánchez patrimonializó el Estado en un plan para cambiar el régimen en beneficio propio. Esto lo acompañó de un discurso de demonización de la oposición y de deslegitimación del poder judicial para ser intocable. Esa apropiación del Estado y dicho relato generaron una mentalidad de impunidad ante la justicia y las leyes. De ahí la amnistía y el caso de Begoña Gómez, con el lastre, además, de la «carta» que nos endosó Sánchez.

La patrimonialización del Estado, la conversión de España en un cortijo sanchista, es lo que ha permitido la amnistía y el asunto de la esposa del presidente del Gobierno. Los socialistas tomaron al país como algo de su propiedad. Se sintieron capaces de moldear la democracia, sus instituciones y la ley según los «cambios de opinión» del caudillo, y lo hicieron contando con un electorado fiel que veía en Sánchez el «muro» contra una derecha demonizada.

La hegemonía indefinida de ese PSOE solo era posible con la degradación de la democracia. Comenzó ese proceso con la corrupción blanda, que fue la colonización del Estado por fieles a Sánchez que desalojaron a funcionarios de carrera y profesionales independientes que pudieran ser un obstáculo. Ha ocurrido en Correos, Paradores, la Agencia EFE, RTVE, el CIS, el CNI, Hispasat, Indra, Renfe, Aena o Red Eléctrica. Siguió con el asalto a la justicia y a los órganos jurisdiccionales, con Dolores Delgado y Álvaro García Ortíz, llegando al Tribunal Constitucional, con Conde Pumpido, Juan Carlos Campo y Laura Díaz. Luego conquistaron el Consejo de Estado con Carmen Calvo, sin prestigio para el cargo pero con una ciega feligresía a Sánchez. Hizo lo mismo con el Tribunal de Cuentas, encargado de fiscalizar los números del Estado, y con la Oficina de Conflictos de Intereses, que bendijo las actuaciones de Begoña Gómez por las que ahora está imputada.

Ese proceso de conquista del Estado tenía el sentido de ajustar la administración a la arbitrariedad de Sánchez en el cambio de régimen, preparado para el momento apropiado, como es el caso de la amnistía y lo será con el referéndum de autodeterminación. Esto explica su ansia por controlar el CGPJ y su desprecio al Senado. Son órganos que no domina y, por tanto, obstáculos en el plan. Por eso el sanchismo se empeña en negar su autoridad y legitimidad, para que aparezcan ante los españoles como instituciones «no democráticas» que se oponen a la «soberanía popular» que representa Sánchez y su mayoría Frankenstein.

A la corrupción blanda, la conquista del Estado, le sigue la corrupción dura. La amnistía es un buen ejemplo porque consiste en la humillación de la democracia española frente a los delincuentes, que consagra que nuestro Estado se equivocó haciendo frente a los golpistas. Pero tiene puntos débiles. Los apremios de Puigdemont han llegado antes de que Sánchez controle el Tribunal Supremo y el CGPJ. Los medios sanchistas, además, no han conseguido convencer del camelo del reencuentro a la mayoría de españoles. Y la Unión Europea, por fin, no entiende que un «acto de generosidad» se haga en contra de media España representada en las Cortes y no tenga respaldo constitucional.

Sánchez seguirá adelante aunque el proceso acabe con la confianza en la democracia y entre los españoles. Lo ha hecho sin miedo a las consecuencias, sostenido por el halo del poderoso y el discurso del «lawfare», ese que dice que un juez que aplica la ley sobre un socialista es un ultra. Proyectemos. Con esta experiencia, ¿qué podríamos esperar de la Moncloa si la justicia no fuera independiente, si el Estado de Derecho consistiera en instituciones dirigidas por sánchistas, con jueces amaestrados y tribunales elegidos en Ferraz?