Así es el lujo descalzo: todas las viejas comodidades viajeras, pero sin rígidos y trasnochados códigos

Así es el lujo descalzo: todas las viejas comodidades viajeras, pero sin rígidos y trasnochados códigos

El lujo, o lo que hemos llamado así durante muchos años, pierde capas y se libera de protocolos y códigos. Sigue siendo exclusivo y caro —cada vez más—, pero se adapta a un consumidor joven y solvente que entiende el viaje como libertad, y la libertad como una relajación de las normas y una disposición a disfrutar de lo bueno a través de las cosas pequeñas, reales, sin que nada suceda con mucha parsimonia. Es un viajero que descansa mejor en su asiento de la clase business cuando el capitán le informa de que su vuelo ha dejado una huella de CO2 menor de la esperada, y se siente mejor cuando en el baño de su suite los botes de champú y gel son biodegradables, están atornillados a la pared y no hay amenities de un solo uso (llegado el caso, siempre podrán pedirlas en recepción). Le disgusta que le impongan dress code en las cenas, y entra encantado a un restaurante con los pies llenos de arena, siempre que sea blanca y fina, para pedir un pescado de mercado, sobre todo si ha podido conocer de primera mano a los pescadores de la lonja del pueblo más cercano. Muchos hoteles de gran lujo incluyen todo tipo de excusiones y visitas que atestiguan la narrativa de la comida local y kilómetro cero. Y el consumidor de lujo suele tener un olfato muy fino para el greenwashing (pirueta del marketing para hacer pasar por verde cosas que siguen contaminando como toda la vida).

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