Bellingham brilla en la Inglaterra oscura

Bellingham brilla en la Inglaterra oscura

La muchedumbre se enamoró. “¡Hey Juuuuude…! ¡Hey Juuuuude…!”, gritaban, convencidos, seguros, ratificados en su deseo de creer en Jude Bellingham. Eran unos 40.000. Pero había muchos más dispersos fuera del estadio, en Gelsenkirchen, en Oberhausen, en Essen, en Düsseldorf. Durante días habían plagado la cuenca del Ruhr —ese paisaje sombrío, marcado por cicatrices de la moribunda industria pesada— con sus uniformes blancos y su banderas cruzadas, montando fiestas en todas las terrazas y bebiendo alegremente mientras aguardaban al gran momento. La revelación mística se produjo del modo más primario imaginable. A la inglesa. Por las bravas. Sin mucha imaginación. Con un cabezazo pinturesco que sirvió para disimular un partido penoso de Inglaterra, apretada hasta el final por una Serbia limitada que entró al partido ofuscada y solo descubrió sentido a lo que hacía cuando dejó de especular.

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