Cita en el pueblo

Cita en el pueblo

Vengo del pueblo. Tenía allí, en Sarnago, una cita cultural de obligado cumplimiento. En verano, en la España despoblada, florece la cultura, último asidero de la supervivencia, como florecen los rosales en los huertos abandonados. Aprovechando las fiestas patronales y la presencia de los que acuden de fuera, la mayoría antiguos vecinos cargados de años o sus descendientes, se multiplican las semanas culturales, en las que se acostumbra a volver la vista atrás en busca del tiempo perdido. Es un fenómeno social muy extendido, cargado de añoranza, digno de tenerse en cuenta. Es la señal más significativa de que la llamada España vaciada se resiste a morir. Pero se comprueba enseguida, con las primeras intervenciones en el programado acto cultural, que el pueblo, como uno mismo, tiene más pasado que futuro. La función discurre en la plaza, delante de la escuela y la Casa-Concejo con presencia de autoridades y con las gentes sentadas en sillas de madera.

Digo que cuesta volver al pueblo. El reencuentro con el paisaje de la infancia –las calles, las eras, el ejido, los prados, las «herrañes», el cerro del castillo…– no compensa la pérdida de referencias. Pesan las ausencias. Contemplo, enfrente de la mesa desde donde hablo, mi casa derrumbándose –fui el último que nació y vivió allí–, y la mayoría de las personas que escuchan atentamente resultan desconocidas. Sólo en algunos de ellos descubres, si observas con atención su rostro, las señas de su padre o de su madre que compartieron contigo el pupitre en aquella escuela mixta, que está detrás y ahora alberga en sus paredes fotografías antiguas, perfectamente reconocibles. Alrededor del caserío ha subido el pinar, que desfigura en parte el paisaje original, y la torre de la iglesia sigue caída. Se echa en falta la presencia de animales. Ni perros ni gatos ni gallinas ni caballerías ni el sonido familiar de los cencerros de las ovejas. Nada. Ni pájaros. Han desaparecido los vencejos u hocetes que alegraban el aire y no se oye el bullicio de los nidos de los gorriones en los tejados. Los animales eran parte esencial de la vida de los pueblos, pero ya no volverán. Es el tiempo de las máquinas.

Puede que, después de esta devastadora despoblación, haya pueblos que sobrevivan. Por su hercúleo esfuerzo, Sarnago merece ser uno de ellos. Pero ya nada será igual. El agua que pasa por debajo del puente no vuelve. Ahora toca guardar los despojos de una cultura milenaria que se acaba. A eso obedece este florecimiento cultural en los veranos de la España despoblada.

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