Creer es avanzar

Creer es avanzar

Lectio divina para este domingo XIV del tiempo ordinario

Jesús no pudo hacer muchos milagros en Nazaret por la poca fe de su gente. Esto nos pone delante de una pregunta crucial: ¿De quién dependen los milagros, de Dios, que todo lo puede, o del ser humano, tan limitado? Esta cuestión recorre toda la religiosidad humana, y es, por tanto, tan vigente para nosotros como entonces.

«En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?”. Y se escandalizaban a cuenta de él. Entonces él les dijo: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando» (Marcos 6, 1-6).

En el original griego del evangelio, “milagros” o “prodigios” se dice dynameis, que se traduce como “mover” o “dinamizar”. Los milagros de Jesús son un “poner en movimiento”. Lo contrario a esto es quedarse estancado, dejar todo como está, perder la oportunidad de crecer hasta Dios. A diferencia de Cristo, que salió de Nazaret a mover y remover el mundo entero, la gente de su pueblo se quedó estancada, no se movieron. Permanecían aferrados a lo conocido, en ese encasillar cosas y personas en esquemas demasiado fijos. Ni se movían ellos, ni dejaban que lo que tenían alrededor se moviera hacia lo nuevo y sorprendente. Así se entiende la poca posibilidad de que ocurrieran milagros entre ellos, pues Dios no avasalla la libertad humana. Si no estamos dispuestos a que Dios nos mueva, no le pidamos milagros.

Ahora bien, la fe es la fuerza que nos incorpora a los movimientos de Dios en la vida del mundo. Ciertamente es Él quien obra los milagros, pues es el primer dinamizador y fin último de todo lo que existe, pero nos ha dado la libertad de responder a sus mociones o detenernos y dispersarnos. Por eso la fe no se trata de creer en Dios como un concepto fijo, sino de que nuestra existencia se mueva en Él y por Él. Así que el mayor milagro es la renovación de la vida de quienes dejan que Dios actúe en ellos, les desafíe y envíe al mundo como sus profetas de hoy. Esto exige radicalidad, confianza y valentía, que ya están latentes en nosotros, como imagen suya que somos. Para comprobarlo, solo hay que ir más allá de los miedos que nos frenan.

Pero entrar en el dinamismo de Dios no se trata de moverse por moverse, decir que avanzamos sin saber hacia dónde ni por qué. Como todo en Dios, el punto decisivo está en participar de su mismo amor, es decir, de vivir según su voluntad. Esto implica una relación de adhesión profunda a su Ser y a lo que Él nos ha revelado: Sus mandamientos y la plenitud de ellos, que es el evangelio de Cristo. En conocerle y seguirle encontramos el sentido de todo nuestro hacer y quehacer.

Este domingo tenemos la oportunidad de entrar en la más íntima unión con Dios que se puede dar sobre esta tierra, que es la comunión con Cristo en el sacramento del altar. Para ello este evangelio prepara nuestra alma. Ahora nos corresponde a nosotros dar el paso bendito de la libertad: Acogerle con corazón puro y disponernos a vivir según su dinamismo, que es el del amor y la vida en abundancia. Dejémonos sorprender.

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