Cruces

Cruces

Media docena de jóvenes con la fatiga sombreando sus rostros apoyan la espalda contra un muro cerca de la playa. Están sentados y en silencio tras una barrera de guardias civiles que hace de parapeto a ojos de curiosos. Desde un bar al otro lado de la carretera un hombre lleva a los guardias botellas de agua fría que ellos distribuyen entre los chicos. Arsenio contempla la imagen con atención y algo de sorpresa. Nunca una patera había llegado a su playa. Nunca había visto en carne mortal a una de esas personas que se juegan la vida en esa lengua de mar nuestro que refresca y reconforta, pero también aplasta y mata. Según se mire, o según lo abordes. Ahora mismo asiste al contraste entre dos mundos. En la playa, a lo lejos, la patera envuelta en el revoloteo de bañistas apenas contenidos por la guardia civil. Frente a él, los forzados tripulantes de ese vehículo a ninguna parte. Se detiene en uno de ellos, el más joven. Un niño apenas. Calcula que tendrá la edad de su hijo Gabriel. Mira alrededor entre curioso y asustado. Tiene un pequeño moratón bajo el ojo derecho y en la camiseta un descosido bajo el brazo. ¿Por qué estará ahí? ¿Qué le habrá llevado a dar ese paso? ¿Había medido el riesgo y las consecuencias de este viaje? ¿Qué pasará ahora por su cabeza? ¿Cómo será el mundo que deja? Hay tantas preguntas cuando uno se enfrenta a la verdad de este tráfico humano, que es imposible aspirar a responderlas a todas. Y extremadamente difícil despejar la mayoría de las incógnitas. Su amigo Agustín, que es poco dado e matices y escupe frases más que habla, dice que éstos saben muy bien lo que hacen, y que cuando llegan aquí les tratan mejor que a españoles y tienen privilegios y prebendas que los demás no tenemos. ¿Cómo cuáles? Le pregunta a veces, pues la sanidad, un subsidio, trabajo casi seguro. Todo eso, ya sabes. No, replica él, no lo sé. Sí que hacen lo que los demás no queremos hacer y que tienen más conciencia que nadie del valor de prosperar porque se han jugado la vida intentándolo. Y luego están los mena esos, los chicos que caen en un albergue y lo contaminan todo con sus delitos y sus amenazas, y forman pandillas que atemorizan al vecindario. Y Arsenio, que ya no discute, se pregunta si de verdad estamos interesados en conocer el universo sórdido y cercano de la inmigración ilegal y sus motivaciones y sus consecuencias y lo que duele, y lo que cuesta. No se pone del lado de la legión de hombres, mujeres y niños que dan el paso de su vida al asalto de un mundo en el que quieren participar, de un reparto del que no quieren quedarse fuera, pero sí trata de empatizar con los que sufren. Al menos en este momento. Al menos cuando los tiene frente a sí y ve que, como los judíos del mercader de Venecia, tienen «ojos, órganos, pasiones», calor en verano y frío en invierno, sangran si les pinchan, ríen si les hacen cosquillas. Ese chaval podría ser su hijo. Y eso le perturba, le angustia, le anega de una zozobra áspera y culpable. Se pregunta si no les estamos culpabilizando a ellos cuando en realidad son víctimas. Su crimen, su ofensa, es conocer que al otro lado se juega una partida en la que ellos quieren estar, creer que aquí van a tener oportunidades que en su tierra se les niega, que la pobreza, la corrupción o la guerra, o todas a la vez les están vedando una vida a la que se sienten con derecho, que la libertad es una aspiración universal, no de unos pocos, y que sostener a tu familia es un objetivo por el que se paga cualquier precio.

Claro que todo esto ha de ordenarse, por supuesto que hay fronteras que salvaguardan lo que tenemos y conviene que no haya en sus paredes fugas que descompongan nuestro mundo. Naturalmente, piensa Arsenio mientras regresa a su apartamento de la playa bajo los efectos de la conmoción, que hay que organizar la emigración aunque no sea por solidaridad, sino por propio interés de quienes necesitamos de su brazo para seguir viviendo bien. Y que eso no es sencillo y exige políticas coordinadas de toda Europa y compromisos eficaces por cada país que se extiendan a la mejora a medio y largo plazo de las economías en los lugares de los que esta gente escapa. Todo eso está muy bien. Pero entretanto ¿Hacemos lo correcto? ¿Avanzamos en la solución de un problema que requiere imaginación y mucho esfuerzo? ¿O estamos alejándola al negarnos a mirarlo a la cara? A la cara, eso es. Mirar a los ojos de quienes lo sufren, los que son a la vez actores y víctimas.

Qué saludable sería que todos pudiéramos en algún momento contemplar la escena que él acaba de vivir. Quién sabe si se harían las cosas de otra forma.

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