Dalí y el último teatro de la memoria

Dalí y el último teatro de la memoria

Salvador Dalí estaba espléndido aquella mañana de diciembre de 1974. La tramuntana soplaba fuerte en Port Lligat pero él solo tuvo que estirarse los bigotes para lucir perfecto. El sol templaba las paredes encaladas de su casa y, mientras meditaba qué decir, eligió el rincón en el que hablaría a cámara. Estaba a punto de batir el récord de apariciones en el NO-DO, así que en cuanto oyó el zumbido del equipo, miró al objetivo y soltó lo que llevaba dentro. «Es evidente que hay otros mundos, eso es seguro, pero como he dicho muchas veces, esos otros mundos se encuentran en el nuestro». Y sin parar siquiera a tomar aire, añadió lo que de verdad le interesaba: «Y precisamente, en el cerebro de la cúpula del museo Dalí, es donde está todo el nuevo mundo insospechado y alucinante del surrealismo».

Aquello sonó marciano a los enviados de NO-DO. Unas semanas antes, a finales de septiembre, Dalí había inaugurado con Gala el mayor de sus proyectos: la transformación del antiguo teatro municipal de Figueres en una réplica surreal de su mente. Ninguno se dio cuenta entonces de que el pintor estaba parafraseando al que fue el primer marido de su mujer, el poeta Paul Eluard, ni tampoco que, al evocarlo, estaba dejando caer que su nuevo y flamante Teatro-Museo era una suerte de portal mágico, sensorial y equívoco, al «otro mundo» del arte.

El verso original de Eluard concluía que «hay otros mundos, pero están en este y hay otras vidas, pero están en ti». No era casual que la biblioteca del pintor albergara en esos días varios volúmenes de una colección que lucía la mitad de esa frase como frontispicio. Eran tratados de alquimia, astrología, cábala y hasta ovnis, todos ellos temas que le fascinaban y que estaban en el alma de muchas de sus pinturas. Y aun así casi nadie acertó a comprender el rico trasfondo de sus declaraciones. La cúpula a la que se refirió era la maravilla arquitectónica que encumbraba su nuevo museo. De catorce metros de diámetro, había sido construida con 2.160 triángulos de cristal que imitaban a los muy esotéricos solidos pitagóricos. Aquel «cerebro» protegía además su colección de esculturas, cachivaches, telones, experimentos y cuadros.

Ninguna pieza fue colocada allí por capricho. Cada una escondía una narrativa que el maestro se cuidó bien de no explicitar. Dalí no quería imponer su visión sino sugerir un debate, un diálogo con quien lo contemplara. Y así escondió su magia. Todo en aquel universo estaba meditado. A la entrada del teatro plantó un buzo con una escafandra juliovernesca, que era –aún lo es– una primera declaración de intenciones: quien atravesara ese umbral se sumergiría en una galaxia diferente. En «otro mundo». El propio Dalí se había enfundado aquel traje en 1936 para dar una conferencia en Londres, pero al poco, con la escotilla cerrada, empezó a quedarse sin aire. El publicó se rio. Pensaba que sus gestos exagerados eran parte del espectáculo y casi se asfixia. Él, que creía haber nacido para conquistar la inmortalidad, estuvo al borde de la catástrofe. Y creo que por eso situó aquel buzo en la puerta. Lo hizo para prevenir al visitante de lo que le esperaba: un shock, un cambio de visión total, una muerte… y un renacer.

Saludé al buzo el jueves pasado. El Teatro-Museo se cerró para que apenas un centenar de invitados celebráramos los primeros cincuenta años de vida del recinto. El rey Felipe VI fue testigo de la celebración sentado a apenas unos centímetros de la tumba en la que descansa Dalí, justo debajo de la cúpula-cerebro. Era mediodía cuando se programó el acto oficial y el sol –casi equinoccial– entraba en el escenario a través de la geometría que formaba el antiguo arco de piedra del teatro y la cornisa del edificio. El cruce de ambas curvas me recordó a un enorme ojo gigante. Me sentí intimidado. Nunca antes –y son ya muchas las visitas al Teatro-Museo que acumulo– me había dado cuenta de ese efecto. Y tratando de desprenderme de su mirada, mi vista fue a parar a las dos viejas farolas del Metro de París que Dalí mando colocar sobre unas caracolas fosilizadas. La forma de las mismas –lo veo también en ese instante– esconde el número áureo, la espiral de Fibonacci, la relación matemática más perfecta de la naturaleza. ¿Lo dispuso así el maestro?

Se suceden palabras y notas de violín frente al Rey y los invitados. Y mi mente, impregnada ya de surrealismo, vaga por los grutescos inspirados en los jardines iniciáticos de Bomarzo que flanquean a las farolas y al célebre «taxi lluvioso» que sirvió de coche de bodas a Gala y Dalí. De repente, me doy cuenta de que el lugar es un verdadero «teatro de la memoria», un instrumento mnemotécnico imaginado por el poeta griego Simónides en el siglo VI a.C. que consistía en asociar mentalmente conocimientos a imágenes o edificios absurdos, para recurrir mentalmente a ellos cuando se necesitara recuperar un recuerdo. A nadie se le ocurrió nunca construir un teatro así de verdad… A nadie, salvo a Dalí. Por suerte, Ignacio Gómez de Liaño conversó sobre este asunto con él en vida, y el maestro le demostró su dominio de la materia.

Ahora que el Teatro de Dalí acaba de cumplir medio siglo de vida, urge, pues, que alguien descifre el edificio y cincele en bronce que en ese lugar, en efecto, «hay otros mundos, pero están en este».

¿Alguien se atreve?

Javier Sierra es premio Planeta de novela y coautor de «¿Por qué, Dalí?».

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