De Elvis a Bowie: las estrellas del rock también mueren

De Elvis a Bowie: las estrellas del rock también mueren

Ante su camaleónica exploración del más allá, dentro de su constante búsqueda artística de lo galáctico y estelar, no se puede entender la composición de la melancólica «Lazarus» sin añadirle una pizca de consuelo. David Bowie lanzó esta canción en 2015, enmarcada en su vigésimo quinto y último álbum «Blackstar». El disco fue un epitafio creado a consciencia. Una despedida, el cierre de un legado. El creador de Ziggy Stardust cantaba en «Lazarus» su cada vez mayor proximidad al cielo. Su creciente y artísticamente ansiado ascenso. «Voy a ser libre como el pájaro azul», entonaba, aceptando su destino, y usando como «leitmotiv» del tema el episodio bíblico de la resurrección de Lázaro. Bowie, como ser humano, no resucitó al tercer día, pero sin duda lo hizo su obra, siempre tan cambiante y repleta de giros estilísticos y narrativos imposibles. En aquel último álbum de estudio, además de sentirse cada vez más cerca de sus anheladas estrellas, enfrentaba con responsabilidad su legado artístico ante una muerte inminente. «Lo que había quedado en la tierra era solo el cuerpo inerte de un tal David Robert Jones. Su espíritu había emprendido el último, el más fascinante de los viajes, pero nos había dejado un legado, un increíble tesoro hecho de música, arte y talento. David había muerto, pero Bowie, a través de sus canciones, sería ya eterno», opina Jesús Baez. Fue esa inmortalidad simbólica la que comprendió el psicólogo y bajista tras la muerte de Bowie. La pérdida de un artista que, asegura, más le ha marcado. Y la que configuró como el primer capítulo de un libro que ha trabajado «bajo una selección personal, y que rehúye de cualquier tono macabro», confiesa a este diario: «Los viejos rockeros (nunca) mueren» (Principal de los Libros).

Creador en X de «La historieta musical», proyecto por el que es conocido en redes sociales y donde cuenta historias y datos alrededor de diferentes artistas, Báez se dio cuenta de algo: «De lo mucho que la muerte estaba presente en todo lo que contaba». Como Bowie con su «Blackstar», pocas son las viejas estrellas del rock cuyas obras artísticas se entienden sin tener en cuenta sus gustos y contextos vitales, pero también sus muertes. No es un discurso pesimista, defiende el autor, «sino lo contrario. Normalizo la muerte como parte de la vida y, en ese sentido, entender que los artistas, con sus obras de despedida, nos hacen ver que son tan mortales como nosotros. Lo que permanece es su música».

Romantizar el exceso

Es «sano y positivo», tilda Báez, «romper con ese aire de mitificación y divinización de las viejas estrellas del rock, y dotarles de un punto de humanidad». Elvis Presley, Kurt Cobain y Freddie Mercury fueron genios de la música, figuras de talento y aportación artística insaciables. Pero «también tuvieron sus defectos, sus virtudes, sus adicciones y sus realidades», subraya el autor. Se sabe que el de Queen falleció de sida, en una época en la que dicha enfermedad era un tabú. Ni su abismal éxito le concedió la cura ni le libró de los prejuicios. Lo que sí le hizo eterno fue su obra musical y, como Bowie, también supo cerrar su discografía de una manera majestuosa. En vida lanzó «Innuendo» como último álbum, que incluía la icónica «The show must go on». Una de las canciones, quizá, más representativas de la intención del libro de Báez, y donde Mercury demostraba cómo se esforzó en la música pese a su grave enfermedad y con tal de que perdurase.

Al hablar de rock y muerte, se debe evitar caer en la romantización. Nada de defender, por ejemplo, la idea de «sexo, drogas y rock and roll» como una vida de atractivo escándalo, como una experiencia positiva. En cierto modo, esto viene ocurriendo con el reciente «boom» de biopics dedicados a músicos, estén o no vivos. «Se están blanqueando historias graves, sobre todo las relacionadas con las drogas», opina Báez. Si bien cintas como la que refleja la vida de Amy Winehouse («Back to black», 2024) trata el tema de adicción con gran crudeza, defiende el autor que no se puede relacionar ese consumo con la creación de grandes obras artísticas. «Si no hubiera grabado ‘‘Back to black’’ y hubiera ido a desintoxicarse, quizá Amy Winehouse hubiera tardado cuatro años más en crear un disco, posiblemente muy diferente, y quién sabe si hoy tendríamos a la artista con 40 años y una sólida carrera como cantante de jazz», plantea. Es por ello que ha tratado de rehuir a la romantización de los excesos, aunque, añade, «quizá el ‘‘Songs of Faith and Devotion’’ de Depeche Mode no sería igual si Martin Gore no estuviera deprimido y enganchado a la heroína, pero sí creo que, a lo mejor, el ‘‘Pussy Cats’’ de Harry Nilsson sería un disco mil veces mejor si no hubiera estado metido en la autodestrucción personal en la que se metió junto con John Lennon».

Otro aspecto común en las muertes de las viejas glorias del rock reside en el entorno del artista y sus influencias. No solo en términos de machismo y racismo: «Muchas mujeres de la historia del rock han tenido una carrera más difícil a la hora de luchar contra los prejuicios. Al igual que a los artistas afroamericanos con el tema del racismo», asegura Báez. También entran en juego familiares, representantes, productores… Personas que, de alguna manera, metieron la pata (intencionadamente o no) en sus relaciones con genios de la música. Lejos de demonizar la profesión sanitaria, Báez retrata el caso de Elvis y su ingesta continuada de medicamentos, que a la larga le confirió de un ataque al corazón. El artista, que rechazaba el consumo de drogas, «no percibía estas pastillas que tomaba como tales. No podía concebir que morir por una sobredosis de Demerol recetado o por una de heroína fuera, básicamente, lo mismo. Y esto ocurría y ocurre gracias a un sistema social hipócrita que, por ejemplo, no ve problemas en que se anuncie alcohol en la calle, pero prohíbe la marihuana», opina el autor.

Sustancias y pastillas aparte, Báez recalca que «el entorno de un músico tiene una importancia radical para entender a un artista». No se puede hablar de Janis Joplin y su trágico final por sobredosis sin conocer su salud mental y «su complejo de patito feo que tenía desde el instituto, donde le hicieron bullying. Ni podemos entender la anorexia de Karen Carpenter sin entender la relación con su madre y el entorno posesivo que le rodeó». No deja atrás, en este sentido, el controvertido caso de Michael Jackson. «Fuese o no pederasta, tuviese o no el síndrome de Peter Pan, no se puede entender su historia sin conocer su infancia», plantea el psicólogo. Y es que, prácticamente, el de «Billie Jean» no disfrutó de una infancia al uso. Su padre ejercía un control absoluto sobre sus hijos desde los Jackson 5, y en especial sobre Michael. «El problema de su identidad física, los cambios a los que se sometió, en el fondo revelaban un rechazo a sí mismo», añade. Debe ser bello vivir como estrella del rock, como pionero artístico, como creador histórico. Pero muchas de estas vidas tendieron más al castigo. Tom Petty, recuerda Báez, «se rompió la cadera. Pero, como estaba inmerso en la gira de aniversario de la banda de los Heartbreakers, en lugar de parar y curarse, se atiborró a calmantes y siguió adelante, hasta que le mató una sobredosis de Fentanilo».

Son todas ellas, no obstante, historias narradas en pasado. Aún no se han ido –y que tarden todo lo posible en hacerlo– clásicos como Keith Richards, Bob Dylan, Mick Jagger, Joni Mitchell, Patti Smith… Y sería complejo e incluso polémico señalar nuevos artistas como sus semejantes. Nada más lejos de la intrínseca nostalgia que suele rodear a cualquier relato musical. ¿La esencia del rock de antaño se extinguió? ¿Nunca volverán esos grandes músicos? «Creo que no, y eso no es malo», continúa el escritor, «al igual que la música psicodélica no se puede entender sin el movimiento hippie y el rechazo a la guerra de Vietnam, en un futuro ocurrirán otras circunstancias diferentes que generarán otros movimientos musicales diferentes».

La sociedad está en constante cambio, y por ello también la cultura. Defiende Báez que «la Inteligencia Artificial sí puede traer un cambio de paradigma difícil de asumir e incluso peligroso para el arte. No rechazo esta tecnología como avance, pero sí hay que defender el trabajo humano que hay detrás, en este caso, de la música». Algo que no tiene que ver, por otro lado, con el papel de los ordenadores y sintetizadores en la música. «Estoy seguro de que si Jimmy Hendrix tuviera ahora mismo 14 años, en vez de tocar la guitarra, estaría componiendo música en un ordenador en su habitación», imagina Báez. ¿Y si los viejos rockeros nunca hubiesen muerto?

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LA CASUALIDAD DE MORIR A LOS 27 AÑOS

Un capítulo que Jesús Báez no pudo evitar incluir en su libro es el del Club de los 27. Una historia que define como «falacia, un constructo social muy atrayente cuando eres adolescente y tienes tu habitación llena de pósteres de tus ídolos del rock». Se dice que dicho club comenzó con Robert Johnson, pero las muertes más míticas fueron las de Brian Jones, Jimmy Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison. «Se dieron las cuatro seguidas, pero no fue ninguna maldición, sino casualidad. De hecho, hay estadísticas que prueban que la media de edad de muerte de los músicos más famosos ronda la cincuentena. Una edad joven, pero que acaba con el mito de los 27 años», explica.

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