El ágora de las ciudades errantes

El ágora de las ciudades errantes

Fui niña en un barrio de una gran ciudad. Alrededor de mi casa, en un misterioso perímetro, en una burbuja acotada por el rugido de las avenidas, la vida tenía las hechuras de un pueblo. Bandadas infantiles persiguiéndose. Tráfico escaso y lento, calles bajo nuestra entera soberanía. Una casa abandonada, con su jardín selvático, donde entrábamos a la caza de fantasmas o ruidos misteriosos por el puro placer de compartir el miedo. Un río del color del barro con riberas descuidadas y exuberantes, donde trepar a los árboles. Recuerdo el tedio, la impaciencia y la camaradería, sentada sobre el respaldo de los bancos en las plazas. Ese modo manirroto de gastar el tiempo durante esos veranos en los que fuimos eternos. El aprendizaje del deseo, los primeros enamoramientos descabellados. Salíamos a la calle, sin dinero, a pasear la sed y la confusión, a hablar y cantar bajo los aligustres mientras atardecía.

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