El buen gobierno y la década de retraso

El buen gobierno y la década de retraso

Hace unos años la abogada Miriam González me dijo que España llevaba una década de retraso respecto al resto de países europeos, todo ocurría aquí unos diez años después, y esta semana hemos vuelto a comentar ese desfase al hilo de la presentación del Código de Buen Gobierno de «España mejor», la plataforma ciudadana que impulsa. No se trata de un complejo de inferioridad ni de fustigarse más de la cuenta (ese juego tan español, por otra parte) sino de reconocer que muchas de las reformas estructurales que nuestro país necesita se frenaron en los primeros años de la democracia por la necesidad de aunar consensos y la premura por implantar los cambios más imprescindibles. Otras muchas mejoras quedaron varadas a la espera del momento oportuno que, como sucede a veces en la vida, no termina de llegar.

Tras el furor reformista que trajo (o quiso traer) la nueva política, y que quedó en lo que quedó, hay asuntos atascados en nuestra calidad democrática que aún siguen pendientes. La realidad, tozuda, nos los recuerda. Con el caso de Begoña Gómez, por ejemplo. Más allá de la responsabilidad concreta, que eso queda en manos de los tribunales con sus tiempos y sus ritmos, las circunstancias que lo rodean abren el debate sobre el papel del cónyuge del presidente del Gobierno y la necesidad de establecer unas normas que acaben con el vacío legal que existe en España. A esto se refiere Miriam González con aquello del desfase. Ella misma fue sometida a un escrutinio laboral absoluto cuando su marido Nick Clegg fue nombrado vice primer ministro del Reino Unido: era necesario comprobar que no existía ninguna incompatibilidad ni conflicto de interés por su actividad profesional. Ese control previo también existe en Estados Unidos, Irlanda, Australia, Canadá, Nueva Zelanda o Bélgica.

La OCDE recomendó a España en 1998 establecer filtros y mecanismos de vigilancia más estrictos y en 2005 se implantó en España un protocolo de medidas para mejorar el comportamiento de los gobiernos en varios ámbitos: asesores, regalos, incompatibilidades o rendición de cuentas periódicas, pero, inexplicablemente, se derogó años más tarde. La transparencia debería ser piedra angular de nuestro sistema, con la obligación del ejecutivo de someterse a órganos de control autónomos y evitar cualquier situación que genere conflicto de interés, sea o no ilegal. Y debería ser así por la democracia, por los ciudadanos y también por los propios políticos, que seguro que prefieren evitar ser los protagonistas de las crónicas judiciales.

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