El Festival de Aix-en-Provence ensalza la tradición revolucionaria francesa

El Festival de Aix-en-Provence ensalza la tradición revolucionaria francesa

En un bien entendido –y muy necesario– ejercicio de chovinismo, el Festival de Aix-en-Provence ha decidido este año –de nuevo en su acepción más positiva– mirarse el ombligo. Su gesto, en estos días en los que Francia es observada con lupa y desasosiego en todo el mundo por motivos políticos, esconde, además, enormes repercusiones artísticas e históricas porque, de alguna manera, aquí va a compendiarse en unos pocos días la historia de la ópera. Tras su nacimiento a comienzos del siglo XVII de resultas de las cábalas y especulaciones de una serie de iluminados florentinos, el género vivió su primera gran revolución en París, de la mano de un alemán visionario, Christoph Willibald Gluck, que decidió devolver vida, naturalidad y lo que él bautizó en 1769 (en el famoso prólogo de su ópera Alceste) como “una bella simplicità” a un género que estaba quedándose esclerotizado y que había desviado su centro de gravedad de la esencia dramática del texto a las acrobacias vocales de los cantantes y a unas rigideces formales devenidas en auténticas tenazas. Y su mayor fuente de inspiración para las siete óperas que estrenó en París a partir de 1774 (seis de ellas encargadas por la Académie Royale de Musique) fue la ópera barroca francesa, muy especialmente las compuestas por Jean-Baptiste Lully y Jean-Philippe Rameau. El festival ha iniciado su andadura este verano con las dos Iphigénies de Gluck, sus dos primeras tragédies en francés (el miércoles, en una larguísima sesión de cinco horas y media) y Samson de Rameau (el jueves).

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