El grito de Fabiola Yáñez y el silencio de Cristina Kirchner

El grito de Fabiola Yáñez y el silencio de Cristina Kirchner

Una de las grandes pantomimas de la progresía es untarse en el pan del desayuno, como algo normal, un poquito de todos los movimientos que han sustituido a lo que tradicionalmente era la izquierda: algo de feminismo por aquí, de «gayfriendly» por allá, de discurso racializado, en fin, lo que el hilarante episodio de Loreta en «La vida de Brian» se anunció ridículamente como revolucionario. Recuerden. Loreta era un hombre, pero tenía derecho a parir, incluso si no lo aceptaban los romanos. De la misma manera, cualquier sinvergüenza puede decir que es de izquierdas y ya se le supone que está de acuerdo con la igualdad, es más, como el expresidente argentino Alberto Fernández, impulsar políticas de género mientras presuntamente convierte el ojo de su pareja en un agujero negro en el que cabe tanta masa de dolor como puede soportar un universo. En eso ha naufragado el peronismo. Y resultaba que era Milei el que iba con la motosierra «recortando derechos».

Los convencidos de izquierdas pretenden aparecer ante el mundo como mejores personas, si bien para ello no solo hace falta pertenecer al equipo de los zurdos sino hacer verdaderos ejercicios espirituales y rezar cada noche, y eso ya cuesta, sobre todo, como diría un insigne ministro español, a los hombres que tenemos cierta edad y no somos capaces, disminuidos, vaya, de entender el nuevo mundo. Y ponen de ejemplo a los adolescentes. Hay que joderse. La violencia se propaga entre los más jóvenes, ese fuego que sus mayores progres no han sido capaces de sofocar, pero resulta que a los señoros del consejo de ministros no les entra en la cabeza según qué cosas de cómo debe comportarse un varón. Y eso que han tragado.

Una cosa, pues, es hablar de feminismo, y otra muy distinta, asimilarlo. Dicen que «la derecha es machista», pero es que, si se sigue ese planteamiento, «la izquierda pega» si se me permite la barbaridad. Llegados a este punto resulta nauseabundo comprobar que también en estos casos depende de dónde uno se siente. Eran los fachas los que querían domar a la potra salvaje, pero cualquier mano es libre y puta para coger un látigo. Alberto Fernández es la navaja que corta el ojo, el surrealismo hipócrita de los que se dicen bienintencionados, un nombre que se merecería el infierno junto a Cristina Kirchner, una mujer que, a la vista está, quiso imponer su cutre política a golpes y muda. Era Fernández el que se prestaba a hacer el «playback» .

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