El gusto de trabajar cuatro días

El gusto de trabajar cuatro días

Ha decidido abrirse el PP y creo que lee el signo de los tiempos. Pocos votantes de izquierdas comparten las tonterías políticas de Sánchez, me refiero a la amnistía al fugado, el cupo especial para Cataluña o que su mujer recomiende a sus empresarios de cabecera. En cambio, la mayoría apoya su política social, de manera que, si quiere al votante de centro, el PP debe apoyar a las familias.

En este camino, que incluye la conciliación, la natalidad, el alivio fiscal, la vivienda, las guarderías gratuitas o la lucha contra el desempleo aparece la semana laboral de cuatro jornadas. Desde luego que agrada al elector. Cada vez importan más el deporte, el tiempo de calidad y la vida doméstica y social. Hay conciencia de que son factores esenciales de la salud y la longevidad. ¿Quién no quiere el placer de tres días libres a la semana, un puente cada vez? Viajar más, dar saltos cortos al extranjero es un deporte nacional entre los jóvenes, expertos en billetes baratísimos y alojamientos alternativos. Pero aquí el problema lo constituyen el dinero y la productividad.

A Yolanda Díaz, que ha metido el acelerador, se conoce que no le importa que las pequeñas empresas cierren o los empresarios no alcancen los índices que exige un mundo cada vez más competitivo. Europa es cada vez más una isla internacional de bienestar insostenible. Draghi lo señalaba recientemente: un continente envejecido, que fabrica cada vez menos, importa a mansalva y se ha constituido en un gran museo.

España no es la excepción, recortar la jornada sin tener en cuenta la productividad es un suicidio. Vacaciones para hoy, miseria para mañana, sobre eso nos advirtió el cuento de la hormiga y la cigarra. El PP, que procura mantenerse alineado con la CEOE de Garamendi (y hace bien, que bastante la lio Pablo Casado) propone una «bolsa de horas» en las que el trabajador acumule tiempo para sus libranzas, pero permanecer en el trabajo, incluso con el ordenador encendido, no significa rendir. Son los resultados lo que habría que medir. Y eso, con la envidia española, está un poco difícil. ¿Aceptaría Gutiérrez que Gómez librase más por haber cerrado más contratos o escrito mejores informes?

El temita tiene otro aspecto peliagudo. En España hay dos clases laborales: funcionarios y el resto. Si se implementa la reducción de jornada, los ministerios y servicios públicos echarán el cierre religiosamente, pero las empresas privadas, no. Es asombroso cómo gestionan horarios, festivos y ventajas laborales las instituciones públicas. Los trabajadores de las empresas ordinarias, flipamos. Para nosotros es normal estar disponibles al teléfono 24 sobre 24 horas. O alargar la jornada si se producen imprevistos, o hacernos operar en nuestras vacaciones. Imponer a las bravas la jornada de cuatro días supone ahondar en una brecha muy injusta, que no se soluciona con inspecciones, porque sin la diligencia de los empleados, la empresa privada no subsiste: ni los bares, ni los comercios, ni los periódicos. A veces da la impresión de que ciertos políticos de la izquierda sólo han trabajado en la administración o en relación con ella, como mucho, en cuestiones sindicales o laboralistas.

La semana que entra se ve Feijoo con los sindicatos para presentar su ley de conciliación, pero es difícil un acuerdo. Los empresarios y los conservadores creen que la negociación colectiva es fundamental, no el imponer universalmente las cosas a todos los sectores. En febrero pasado, el PP ya hizo gala de flexibilidad al abstenerse en la proposición no de ley de Sumar que recogía un tope de 38,5 horas semanales. Ahora se habla de 37,5 o menos. Enfrente tiene el líder popular a Ayuso, que el miércoles rechazó de plano la reducción laboral porque considera que autónomos y pymes son los grandes perjudicados. Creo que aquí placer y deber no se dan la mano.

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