El mapa más enigmático del mundo

El mapa más enigmático del mundo

Lo intenté hace veintiséis años y fracasé. Aquel verano del 98 viajé a Estambul con una idea fija en la cabeza: visitar las colecciones de cachivaches otomanos atesoradas en los palacios del Topkapi y echarle un ojo a un mapa pintado en 1513 sobre un cuero de gacela. Su autor, haciendo gala de una meticulosidad sorprendente, había trazado el perfil costero de Portugal y las columnas de Hércules, el cuerno de África y las tierras que van desde Centroamérica al cabo de Hornos en un tiempo en el que las buenas cartas de marear eran «secretos de Estado». Clavó dos enormes rosas de los vientos sobre el Atlántico, incluyendo en el diseño los ríos Orinoco y Amazonas, la cordillera de los Andes e incluso las lejanas islas Malvinas. Y sobre los territorios del actual Brasil escribió que «en este siglo no hay mapa como éste en posesión de nadie».

Piri Reis tenía razón. Ese almirante y cartógrafo turco no cruzó nunca el estrecho de Gibraltar. Se quedó con su tío Kemal a las puertas, en 1492, ayudando a embarcar a los judíos que habían expulsado los Reyes Católicos solo veinticuatro horas antes de que Colón zarpara de Palos. Y como le faltaba la experiencia de navegar por el Mare Tenebrosum, admitió que «lo he trazado a partir de unas veinte cartas y mapamundis (…) dibujadas en los tiempos de Alejandro, señor de los Dos Cuernos, que muestran las zonas habitadas del mundo». El resultado todavía es hipnótico porque en 1513, al menos oficialmente, ningún europeo había visto los Andes, ni conocía el trazado del Amazonas o del Orinoco, ni Magallanes había avistado las costas de las Malvinas. ¿Cómo lo hizo?

El mapa de Piri Reis fue descubierto en 1929, en el harén del Topkapi. Atatürk estaba completando el proceso de modernización del país y accedió a esas estancias de los sultanes para restaurarlas. No existe un relato uniforme del hallazgo. Los hay que dicen que el mapa fue usado como mantel por las mujeres allí encerradas. Otros, que estaba emparedado u olvidado en un arcón. El caso es que apareció en un deficiente estado de conservación y Atatürk mandó limpiarlo. La nación que levantaba en ese momento requería de nuevos símbolos y el atlas de Piri, fechado y firmado, demostraba que los navegantes de la Sublime Puerta habían sido tan buenos como los mejores de la cristiandad. Atatürk hizo copias del mapa, las repartió por colegios e instituciones, levantó monumentos en honor a su autor, lo reprodujo en billetes de banco, lo esculpió en piedra y confió a una de sus hijas adoptivas su estudio. Pero en 1998 aquella fiebre ya había pasado. El mapa llevaba décadas sin ser visto ni expuesto y yo había pedido a la directora del Topkapi que me lo mostrara. Filiz Çagman me miró como si fuese un marciano. «La petición que nos hace es en extremo insólita», dijo.

Me extrañó. La doctora se excusó diciendo que su estado de conservación era muy delicado, pero las autoridades turcas habían anunciado que ese año estaría en la Exposición Universal de Lisboa. Al final solo llevaron una réplica. En Sevilla, en la Expo’92, pavimentaron incluso parte del pabellón turco con su imagen, sin sacarlo tampoco del país. Por eso volví a intentarlo en 2002. Lo hice a través de la embajada turca en Madrid. Esta vez una técnico, la señora Göksen, me condujo a una sala de la antigua mezquita de Agalar, en el tercer patio del Topkapi, y me mostró una piel tapada con tres capas de papel de cebolla que dijo era el tesoro que buscaba. «Nadie lo ha visto desde la época de Atatürk», anunció.

Salí de allí poco convencido. El legajo lucía unos colores espléndidos que contrastaban con lo que había dicho Filiz Çagman. Era raro que no estuviera expuesto.

Ha pasado mucho de aquello. Hace unos días regresé a Estambul invitado por el Instituto Cervantes y su director, Fernando Vara del Rey, volvió a hacer gestiones para que me lo mostraran. Lo agradecí. Me apetecía ver de nuevo la inscripción que dice que Colón llegó a las costas de América en el 890 de la Hégira (1485), sumando otro misterio más a sus trazos. Ilhan Kocaman, el nuevo director de los palacios, me guio hasta la fastuosa biblioteca de Ahmed III, de mármol y azulejos de Iznik, y presumió de que ya tienen una vitrina para exhibirlo. «A veces ponemos aquí el verdadero; hoy solo una réplica». «Por fin», pensé. Luego me condujo a la familiar mezquita de Agalar y volvió a sacar el mismo cuero cubierto de papel vegetal que había visto en 2002. Seguía estando espléndido.

Ante Kocaman y la doctora Merve Cakr expliqué los muchos interrogantes que plantea el mapa. «Algunos ven ahí el dibujo de costas de la Antártida que no se descubrirían hasta el siglo XIX», les digo. Me miran asombrados. Por un momento siento que les he contagiado mi pasión por la pieza. Y Kocaman, mucho más amable que sus predecesores en el cargo, se queda pensativo. «No se ha hecho ningún estudio científico del mapa desde la época de Atatürk», susurra como si acabara de caer en la cuenta. «Tal vez sea hora de volver a hacerlo».

Ojalá sea pronto, asiento. Ese mapa es el eslabón perdido entre la España colombina y la Constantinopla de los sultanes. Y también el mayor enigma de la historia de la cartografía.

Javier Sierra es premio Planeta de novela. Escribe de Piri Reis en su obra «La ruta prohibida».