El mítico Moulin Rouge nos destapa sus secretos

El mítico Moulin Rouge nos destapa sus secretos

El Moulin Rouge exuda insolencia y no hay más que ver a su elenco de bailarinas elevando las piernas hasta tocar con la punta de los pies el mismísimo cielo. 29 veces en 30 segundos: su particular récord Guinness. ¿Es o no insolencia? Ya lo fue inventar el cancán francés, seguramente el baile más desvergonzado de la historia, y lo es también seguir cumpliendo años –135– sin perder lozanía y con ese halo de ingravidez que siempre tuvo este cabaré situado en el Boulevard de Clichy de París, a los pies de la colina de Montmartre. Recordemos, el barrio más canalla de la Belle Époque.

Llegar hasta él no necesita más coordenadas que dejarse sugestionar por los efluvios de la absenta, la carne y algún verso maldito de aquellos años. Mejor aún, por el recuerdo del genial Toulouse Lautrec, el pintor que puso el punto neoimpresionista a la intensa vida nocturna parisina de finales del siglo XIX. Marcado desde niño por una enfermedad congénita que detuvo el crecimiento de sus piernas, encontró plaza fija en Moulin Rouge. Mordaz, decadente como la misma bohemia que retrató y con una deformidad que embadurnó de alcohol y sátira, el artista inmortalizó como nadie a aquellos viejos libertinos de la burguesía más chocha.

La Goulue y su voraz apetito

Su leyenda, inseparable de la de su bailarina favorita, Louise Weber, conocida como La Goulue (La Gula) a causa de su voraz apetito lascivo, sigue viva, pero hoy se echa en falta alguna de esas figuras tan pintorescas. Jean-Victor Clérico, su director general actual y bisnieto de Joseph Clérico, que compró el cabaré en 1955, nos asegura que, incluso sin Lautrec, sigue siendo ese lugar donde celebrar la efervescencia de la vida.

Después de una mala época provocada por la guerra, su abuelo Jacki lo remodeló en 1961 inaugurando una nueva era favorecida con el nacimiento de la revista satírica «Frou Frou», en 1962, fundada por el mismo Jacki. Solo el nombre «Frou Frou», que hace referencia al crujido de los volantes de las bailarinas, contiene el mismo espíritu travieso de Moulin Rouge. «Desde 1955, se han sucedido once revistas y todas rinden homenaje a la danza emblemática del cancán. Mi abuelo, supersticioso, quería que todas las revistas del Moulin Rouge comenzaran con la letra F. La actualidad se llama Féérie», relata Jean-Victor.

En exclusiva para LA RAZÓN, nos cuenta qué significa Moulin Rouge para el país y cómo ha ido creciendo este universo lúdico desde que lo adquirió la familia Clérico. «Hoy se ha convertido en un grupo estructurado con 11 filiales y 450 empleados. Desde el año 2000 hemos fortalecido la marca y hemos sumado al concepto de ‘dinner show’, que le dio mi bisabuelo, nuevas actividades artísticas. Contamos con un taller de zapatería a medida para el mundo del entretenimiento, otro de plumas para espectáculos y alta costura, uno de bordado y otro más de creación de vestuario».

Picardías y gastronomía

Sin perder ese aire de desenfado, uno los puntos fuertes, según nos indica, es la restauración. «Desde 2015, la hemos integrado completamente con una cocina casera y personalizada orquestada por nuestro chef ejecutivo y nuestros pasteleros. Fuimos incluidos en la guía gastronómica de Gaul & Millau en 2017, toda una primicia tratándose de un cabaré. Por otra parte, el espectáculo está en perpetua evolución para ofrecer siempre los mejores estándares de una producción internacional. Nuestra ambición es compartir la magia del universo del Moulin Rouge con el mayor número de personas posible».

Jean-Victor y su hermana Virginie, directora de marketing estratégico, representan la cuarta generación al frente de Moulin Rouge, aunque su padre, Jean-Jacques, sigue siendo el presidente. Todos crecieron con el recuerdo de aquellas bailarinas con pololos de encaje y contorneos impúdicos que simbolizaban el desenfreno sin límites, pero también la emancipación de la mujer y la libertad de expresión. «Esa fue –advierte– la idea inicial en una sociedad entonces muy codificada y patriarcal. Existía el deseo de crear un lugar de entretenimiento lúdico, festivo: se podía encontrar una montaña rusa durante el día, mientras que por la noche había un baile popular con el famoso cancán francés y otras atracciones extravagantes».

Esa ruptura de códigos facilitó un cóctel humano extraordinario: «Desde su creación, todas las clases sociales se han mezclado con la convivencia como única consigna. Es el espíritu que prevalece todavía». El Moulin Rouge no ha dejado de evolucionar, tanto artística como técnicamente, para ofrecer su espectáculo de «music hall» todos los días del año, dos veces por noche, combinando tradición y modernidad. Cerca de 600.000 espectadores, franceses y extranjeros, son recibidos cada año y el sitio es uno de los lugares más visitados de París. Durante estas jornadas olímpicas, la afluencia ha aumentado notablemente y cada noche el Moulin Rouge rinde homenaje a ese arte de vivir que lleva la familia Clérico en su ADN y a la gastronomía francesa. En ese ambiente festivo y auténticamente parisino, fue recibida hace unos días la estrella del rugby francés Antoine Dupont que, acompañado de su equipo olímpico, se unió a los bailarines del cabaré para estrenar un inédito modo de entrenamiento. El resultado fue una divertida coreografía exquisitamente ejecutada que les sirvió para poner a punto su flexibilidad de cara a estos Juegos y, de paso, subir con optimismo la probabilidad de éxito.

También los bailarines se mostraron encantados con esta contribución a los Juegos Olímpicos. «Hay una intensa cultura corporativa en el Moulin Rouge. Todos los empleados son una verdadera gran familia y tienen un fuerte sentido de pertenencia, además de una gran lealtad. Todos nuestros desarrollos y proyectos se llevan a cabo teniendo en cuenta esta responsabilidad que nos corresponde de garantizar la continuidad de la empresa familiar, respetando la historia y la fuerte cultura corporativa que reside en los 450 empleados que nos apoyan», explica Jean-Victor.

De secretos y excesos, de historias lúbricas y obsesiones sexuales o de tantos burgueses que perdieron la cabeza y los cuartos por una de aquellas mujeres de medias negras, encajes y volantes, la familia Clérico guarda silencio. Pero las hemerotecas, ajenas a cualquier prudencia, sacan a relucir anécdotas como el día que Picasso viajó de forma precipitada a París porque su gran amigo el pintor y poeta Carles Casagemas se había suicidado al no ser correspondido por Germaine Gargallo, una artista de Moulin Rouge. La tragedia marcó el inicio de la etapa azul del pintor malagueño.

A dos pasos de allí, vivía el escritor André Breton, tan asiduo al espectáculo como a los tragos de ron blanco que alimentaron sus alucinaciones estéticas. Y en medio de este delirio capaz de dar deleite a cada uno de los cinco setidos, nació la historia de amor entre Yves Montand y Édith Piaf, la icónica dama de la canción francesa, un año antes de grabar «La vie en rose» (1945).

Ni siquiera la reina de Inglaterra Isabel II resistió la curiosidad de saber qué ocurría tras la emblemática fachada del gran molino rojo. En 1981 las puertas del cabaré se abrieron exclusivamente para ella y pudo presenciar el espectáculo «Frénésie».

Jean-Victor garantiza que quien llega al Moulin Rouge sale con la idea de haber vivido una experiencia totalmente diferente a la que tenía en su cabeza. Cumplir 135 años sin que el espíritu se desvanezca exige mantener «los valores de respeto, trabajo duro y humildad que siempre han predominado tanto a nivel familiar como a nivel empresarial desde el origen de la compra». Casi 60 años después, todos siguen abrazando el lema de su bisabuelo Joseph: «Non sine labore» (nada sin esfuerzo). «Todo está ahí», zanja.

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