El silencio nos condena a la oscuridad

El silencio nos condena a la oscuridad

Tenía nombre de flor y acababa de cumplir trece años. Cuando llegó al colegio, cuando fue apodada “la nueva” —con sus hoyuelos y sus ojos de color aguamarina— corría el año 1997 y aquellos eran tiempos de Jack y Rose en Titanic, de las gargantillas de malla elástica o de la penetrante mirada azul de Natalie Imbruglia desde la cubierta de Torn. En 1997 sabíamos pocas cosas de la vida y no conocíamos, por descontado, la etimología de la palabra secreto, que procede del latín secretus y a su vez deriva del verbo secernere. Significa poner algo aparte. Y en nuestras conversaciones atolondradas se colaba a menudo esa palabra, secreto, que en aquel momento no revestía de tintes dramáticos, sino que aludía a cualquier banalidad: que habías copiado en un examen o que te gustaba el mismo chico que a tu amiga. Pero ella, que con las semanas ya había dejado de ser “la nueva”, nunca participaba de esas conversaciones de madrugada repletas de chismes y de cándidas confesiones. Solo lo hizo en una ocasión en que, azuzada por mi insistencia y a pesar de su vergüenza, porque esa fue la palabra que utilizó, me contó su secreto. Su tío, en la bodega del restaurante donde trabajaba, la obligaba a hacer cosas. Cosas que yo no quiero hacer, matizó. En un primer momento no entendí bien a qué se refería. La adolescente fantasiosa que fui le había pedido un secreto y anhelaba, supongo, una historia de amor, pero se encontró, sin embargo, con una de terror.

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