Ellas

Ellas

Cuando tenía cinco años una vecina del poblado me abrió la puerta. Ella echaba de menos a sus hijas y yo echaba de menos alguna amiga con quien jugar. Éramos pioneras de aquel pantano entonces sin poblar. La mujer me tomó tan en serio en nuestra conversación que, fascinada con ese trato, acudí cada día a la misma hora como si fuera una cita. Fue la gran enseñanza de mi vida: las amistades no tienen edad y quien lo cree y solo se relaciona con los de su quinta pierde en perspectiva y experiencia. Otra amiga, en este caso una mujer entrada en los ochenta que fuera catedrática de Física, confiesa que si a su edad le cuesta salir y relacionarse es porque en las tiendas, en la peluquería, en la farmacia, al dirigirse a ella la gente eleva el tono de voz, como si fuera tonta o menor de edad, y ese tonillo que la rebaja a no se sabe qué condición inferior ha acabado por condenarla a no disfrutar de conversaciones interesantes. No se sabe a qué edad se empieza a considerar que una persona no entiende bien los mensajes, tal vez cuando alguien abandona del mercado laboral. O cuando se tiene la edad para recibir la tarjeta dorada. Si fuera así, no estaría de más que con dicha tarjeta se le entregara a la beneficiada o beneficiado una señal para coserse en la chaqueta, a modo de estrella de David, con distintas prerrogativas: preferencia para sentarse en los transportes públicos y en los pocos bancos de la calle que van quedando, pero incapacidad o exención de tener una voz en el debate público. Las cosas claras.

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