En el habla de todos

En el habla de todos

Hablando no se entiende la gente. El Parlamento español es un espectáculo bochornoso de oídos sordos y gritos y carcajadas de bronca de borrachos, en el que el coro dócil de los incondicionales jalea taurinamente a sus respectivos espadas después de una faena de descabello verbal. Los líderes políticos hablan un lenguaje de arenga en el que no hay matices porque no sirve para explicar ni proponer nada, ni para persuadir racionalmente, sino para excitar con fatigosas consignas y chistes bochornosos a los militantes más fieles, aquellos que ya estaban de antemano convencidos. El idioma de la clase política y de su cortejo populoso de comentaristas está recosido de muletillas y frases hechas que se difunden con una velocidad epidémica: las líneas rojas, el sorpasso, el caladero de votos, el “esto no va de”, la batalla del relato, el espacio, en núcleo duro, el apostar por, los territorios, los barones, las baronías. Observador un poco maniático del idioma, escucho declaraciones como un melómano excesivo que está siempre en una dolorosa espera de notas falsas. En esa tarea agotadora, aunque superflua, me han educado tres novelistas de infalible oído: Flaubert, Galdós, Clarín. Los tres tuvieron el talento de atrapar las vulgaridades y los disparates del habla pública, e inventaron personajes cuya perfecta estupidez, chabacana o pomposa, quedaba definida por sus rutinas verbales. Pero quizás fue Marcel Proust quien creó el modelo mejor dibujado, y más cómico, de ese tipo engolado de diplomático o veterano de la alta política que logra un prestigio de sagacidad y altos saberes confidenciales esparciendo ciertas expresiones trilladas. El marqués de Norpois no dice “el gobierno británico” sino “la corte de Saint James”, y siempre se refiere al Quai d’Orsay por no decir el Ministerio de Asuntos Exteriores, con la misma unción con que nuestros grandes entendidos hablan del “gigante asiático” o del “Consenso de Washington”.

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