Esa chica francesa asesinada, tan molesta

Esa chica francesa asesinada, tan molesta

No es infrecuente que un violador convicto ande suelto por la calle a la busca de una nueva presa. Errores judiciales, desidia administrativa, leyes inconsistentes, fuerzas de seguridad saturadas o la simple mala suerte conspiran para el horror, como el que padeció hasta su muerte la joven Philippine, de 19 años, violada y asesinada mientras corría por un sendero en el Bois de Boulogne, en París. El problema viene cuando metes en la ecuación el origen y las circunstancias personales del asesino –un marroquí de 22 años, violador desde los 17, condenado a 7 años de reclusión por ser menor de edad, excarcelado tras cinco años de cumplimiento, con orden de expulsión de Francia y en libertad con unas condiciones impuestas por la juez que nunca cumplió y sin que, por supuesto, la Policía se tomara la menor molestia en buscarlo y devolverlo al centro de internamiento– y el crimen, uno de tantos, estalla en el cuerpo social como una bomba retardada, mientras los responsables políticos buscan excusas, hacen promesas o, lo que viene siendo más común últimamente, se apuntan a la primera fila de la manifestación.

La muerte de Philippine, estudiante universitaria, católica practicante y colaboradora en su parroquia, se ha producido cuando buena parte de la opinión pública francesa se cuestiona cinco décadas de políticas migratorias y se pregunta cómo ha sido posible que las principales ciudades de la República, laica, igualitaria y fraterna, se hayan convertido en mosaicos compartimentados de culturas extrañas en los que la autoridad del Estado ha ido poco a poco haciendo dejación de funciones.

Pero, al mismo tiempo, la muerte trágica de Philippine ha avivado los reflejos condicionados de una izquierda que ve en el problema migratorio uno de los ingredientes más eficaces de la subida de las formaciones conservadoras, «fascistas», dicen ellos, y que estos días se dedica a boicotear los actos de homenaje a la joven asesinada, a romper los carteles de las convocatorias en las universidades, a reventar los minutos de silencio, como en Vienne, y a denunciar la «explotación del feminicidio» de esa pobre chica, de pronto, tan molesta. Son los mismos que protestan cuando la Policía actúa con malas consecuencias contra las bandas de las barriadas conflictivas surgidas de la inmigración –en las que las principales víctimas son los propios vecinos– o que nutren las ONG que interponen recursos y obstáculos contra las órdenes de expulsión. Los mismos que nunca se preguntan por qué prende el miedo en una sociedad que no ha regateado recursos para acoger y mantener a quienes venían de fuera en busca de las oportunidades de trabajo y de una vida mejor en la gran nación que es Francia.

Y mucho es de temer, ya está en marcha, que en Europa el péndulo cambie de posición, que las leyes migratorias se endurezcan y que, como siempre, paguen justos por pecadores. Porque, hay que insistir en ello, frente al discurso cínico y fácil de que la inmigración hay que gestionarla en los países de origen, la realidad es que tiene que hacerse en el país de acogida, quitarse los complejos buenistas, que son, en el fondo, racistas y que el único método pasa por atarse los machos y tratar a todos los individuos como iguales ante la ley. Hacer que un extranjero, como un nacional, cumpla las leyes sin excepción –todas las leyes– no es fascismo, es defender las libertades de todos.

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