Ese oscuro objeto de deseo: controlar a jueces y fiscales

Ese oscuro objeto de deseo: controlar a jueces y fiscales

El Presidente del Gobierno acaba de lanzar un ultimátum: da 15 días al Partido Popular para renovar al Consejo o, afirma, arrebatará a éste la capacidad para realizar nombramientos judiciales.

¿Quién es el Presidente del Gobierno para establecer tal plazo? ¿Dónde sitúa la competencia jurídica para hacerlo si no tiene ninguna capacidad legal para intervenir en los nombramientos? ¿Nos situaremos en lo que Loewenstein denomina «constituciones semánticas» cuyo contenido es obviado por quienes tienen que aplicarlas?

La Constitución, en el art. 122.3, establece que quien tiene que renovar el Consejo General del Poder Judicial es el Parlamento respecto de los 8 vocales juristas, 4 elegidos por el Congreso y otros 4 por el Senado, que no tienen que ser jueces sino abogados, notarios, profesores de Derecho y otras profesiones jurídicas de reconocido prestigio y 15 años como mínimo de experiencia profesional. Así también establece que una Ley Orgánica determinará cómo se elige a los 12 restantes, entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales. No cita, en ningún momento, al presidente del Gobierno como habilitado para establecer plazos ni imponer condiciones. No puede hacerlo, si atribuye la competencia a las cámaras por una parte y, por otra, a lo que establezca una ley orgánica.

La ley orgánica reguladora de esta cuestión, que es la LO 6/1985, dispone que también serán el Congreso y el Senado quienes realizarán la elección de los 12 vocales jueces. Tampoco cita al presidente del Gobierno como competente para ninguno de los trámites necesarios al respecto. Precisamente es esta regulación de la ley orgánica la que debemos modificar para adaptarnos a las directrices europeas que, como es sabido, proponen que, en los países que tengan consejos de la magistratura, los vocales jueces sean elegidos por y entre los jueces. Estas directrices, formuladas tanto desde la UE como desde el Consejo de Europa, GRECO, Comisión de Venecia y otras instancias, no existían en 1985, ni nosotros estábamos integrados en la UE, ni se habían creado el GRECO o la Comisión de Venecia. No disponíamos de referente europeo al respecto, como ahora, cuando todos estos órganos señalan que estos consejos no deben ser, como tales, corporativos ni políticos y, por eso, aunque la mayor parte de sus miembros deben ser elegidos por los propios jueces, la otra parte puede ser designada mediante la intervención de órganos políticos. Y así se hace en todos los Estados de la UE que tienen consejos semejantes.

Llevamos un retraso obsceno en la renovación del Consejo, que permanece en funciones por expresa disposición de su ley reguladora y al que, por que así le ha convenido a este (des)Gobierno que nos ha tocado sufrir, se le ha privado de su potestad de seleccionar y nombrar a los altos magistrados y presidentes del Tribunal Supremo o de los Tribunales Superiores de Justicia, en total contradicción con los «Criterios de verificación del Estado de Derecho», adoptados por la Comisión de Venecia y aplicados también por la Comisión Europea en sus análisis e informes acerca de la salud del Estado de Derecho en la propia Unión Europea y todos sus Estados miembros. Y ahora el presidente del Gobierno amenaza con recortar todavía más las potestades del Consejo y sus «socios» con diluirlas como azucarillo en vaso de agua.

No digamos el control que también desde el Gobierno se ejerce, en este caso directa y afirmativamente, sobre los fiscales a través de un Fiscal General considerado inidóneo y a quien el Tribunal Supremo ha anulado nombramientos por desviación de poder. También en contra de todos los indicadores europeos, el Fiscal General del Estado depende directamente del Gobierno, esta vez por expreso mandato constitucional (recordemos que cuando se adoptó la Constitución no contábamos con tales indicadores), creándose un órgano jerárquico, cuyo mandato coincide con el de cada legislatura. Europa propugnan que ese mandato supere la duración de la legislatura, para evitar que coincida y que se garantice la independencia funcional de la fiscalía, tal como sucede en el resto de países de la UE. Lejos de ello, cada vez se acentúa más el carácter político del Fiscal General e, incluso, se pretende atribuir a una fiscalía controlada desde el ejecutivo la instrucción de los litigios penales.

Por todo ello, esta última semana, en la Red Europea de Consejos de Justicia, tuvimos el escaso honor de ser equiparados a Turquía, Hungría, Polonia o Eslovaquia. Jueces y fiscales constituyen un oscuro objeto de deseo por parte de los políticos, especialmente por parte de los gobiernos, que no dudan en utilizar las técnicas más perversas para evitar que el Poder Judicial, en ejercicio de sus funciones, pueda controlarles. Krywon, Sadurski o Wheeler nos explican cómo desde el «democratic blaksliding», el «winer takes it all» o el Court-packing, el ejecutivo o una minúscula mayoría parlamentaria es capaz de interferir en nombramientos o en acotar a su conveniencia la acción de la justicia.

Ciertamente, el actual Gobierno de España, sus socios y la exigua y torticera mayoría parlamentaria que conforman, son maestros en técnicas de presión. Cada día nos obsequian con una nueva amenaza, dirigida a amedrentar y privar a jueces y fiscales de las funciones propias de ese poder del Estado de Derecho que prima, porque no puede ser de otra manera, sobre los otros dos. Las democracias consolidadas muestran que lo que denominamos división de poderes conduce siempre a que exista un vigilante para garantizarla. Y ese vigilante no puede ser otro que el Poder Judicial. Incluso en los Estados Unidos, durante el período que se denominó de «gobierno de los jueces» se evidenció que, efectivamente, los jueces debieron intervenir en asuntos políticos que requerían de un control judicial. Y que tuvieron que intervenir tanto más cuanto más inútiles fueron los políticos.