Golpes de pecho con los ERES

Golpes de pecho  con los ERES

Antonio Saldaña Moreno es ingeniero, abogado y periodista. Actualmente es Diputado del Grupo Popular en el Parlamento de Andalucía

No les voy a hablar ni de justicia ni de corrupción. Ni siquiera voy a entrar a analizar la legitimidad moral de la decisión de un Tribunal Constitucional que, por su propia regulación Constitucional en el artículo 159 de la Constitución Española, es por la vía de los hechos elegido por los representantes políticos con un claro riesgo implícito de vulnerar la independencia y la inamovilidad que se le presupone a la justicia en nuestro sistema. No me corresponde valorar el alcance judicial de las actuaciones del Gobierno andaluz y mucho menos me siento capacitado para asegurar que dos ex presidentes del Gobierno andaluz y sus respectivos altos cargos deban o no entrar en prisión por lo que claramente fue un importante escándalo público. Los hechos probados son los que son, son inmutables y no los puede cambiar ningún relato ni ninguna interpretación. Pero la relación de causalidad entre los hechos y la responsabilidad penal corresponde única y exclusivamente a los jueces. Sólo a los jueces cuyo ejercicio cumpla lo contenido en el artículo 117 de la Constitución Española, «independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley».

Sin embargo si les quiero trasladar una reflexión psicológica, conductual o incluso antropológica del comportamiento público y las reacciones, a posteriori, de determinados representantes públicos.

El 10 de septiembre de 1998 el que hubiese sido presidente del Gobierno de España desde el año 1982 hasta dos años antes, se desplazó hasta la prisión de Guadalajara para dar un abrazo a dos de sus compañeros que ingresaban en prisión por el caso del GAL y específicamente por el chapucero secuestro de Segundo Marey. Felipe González públicamente, ante las cámaras y sin esconderse, refrendó con un gesto de cariño su apoyo simbólico a dos compañeros de partido y miembros de su gobierno. No quedaba otra que respetar el dictamen judicial pero era meritable la actitud de González de no esconderse y defender públicamente a los que habían estado bajos sus órdenes sin importarle las consecuencias y críticas que pudieran derivarse de ello. El abrazo de Felipe González a José Barrionuevo y Rafael Vera a las puertas de la prisión de Guadalajara, reflejó a mi juicio, la altura moral de quién podría haberse quedado escondido en su despacho y nadie lo hubiese echado de menos a las puertas de una prisión.

Cuando alguien piensa, de verdad, con la cabeza y con el corazón que alguien es inocente de lo que se le acusa y además esa persona es compañero de su propia organización, la propia moralidad humana le debería a empujar a no abandonarlo, a apoyarlo, a defenderlo incluso aunque eso le pueda generar problemas políticos y ponga en peligro su posición en el partido. Vivir y dormir con la conciencia tranquila vale mucho más que cualquier puesto orgánico o institucional. Pero para que eso ocurra, la moral de fondo debe tener más fuerza que el interés inmediato o superficial.

Pero, hoy por hoy, ese interés personal y la subsistencia ha enterrado la moralidad, la coherencia y los principios en gran parte del panorama político de nuestro país. Es por eso por lo que no me sorprende la sobreactuación y los golpes en el pecho por la reciente sentencia del Tribunal Constitucional en el caso de los ERE. Los que antes agacharon la cabeza, los que se olvidaron de quienes les habían permitido ejercer su función pública, los que expulsaron a sus compañeros del partido, los que los abandonaron a la deriva y hasta los negaron más de tres veces, son ahora los más estridentes buscando culpables en la bancada de enfrente. Pero no se engañen, la culpa moral, más allá de la judicial, la tienen ustedes metida en sus propias entrañas. Es normal que ahora griten y chillen para intentar recuperar el tiempo perdido o tapar con la crítica lo que no fueron capaces de hacer por interés personal. Si realmente creían que eran inocentes, moralmente no debieron repudiarlos. Y siendo consecuente con sus actos, lo que hicieran o dejaran de hacer los acompañará en sus conciencias toda la vida.

Quizás Felipe González estaba totalmente equivocado con su defensa. Pero lo que parece claro es que su conciencia no ha tenido la necesidad de gritar y sobreactuar para justificar el abandono de los suyos.

Y esta reflexión no es nueva ni novedosa. Hace ya algunos años, un tipo gordo, calvo, para muchos hasta feo, ciertamente maleducado y que hoy no hubiese sido invitado a ninguna tertulia política en ninguna televisión por su clara imposibilidad de entrar en un traje de la talla 46 ya lo dijo y lo dejó escrito para que después le secundaran JF Kennedy y el admirado juez siciliano Giovanni Falcone.

No me imagino al maestro Churchill dejando en la estacada y traicionando a sus propios compañeros en el campo de combate aunque hubiesen cometido errores. Y no me lo imagino porque Winston no necesitaba darse golpes de pecho ante la opinión pública porque tenía muy claro que «un hombre hace lo que debe, a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los obstáculos, peligros y presiones, y eso es la base de la moral humana».

Menos golpes de pecho.

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