Hacia una Historia de la destrucción de las imágenes

Hacia una Historia de la destrucción de las imágenes

Las imágenes despiertan pasiones, nobles y villanas, como las pasiones que nos rodean cada día, entre grandeza y miseria. Pasado y presente se unen en las repetidas escenas de destrucción de imágenes de figuras históricas, como las recientes cancelaciones procedentes del mundo anglosajón de estatuas vinculadas a la historia colonial o esclavista. Las modernas destrucciones de imágenes de culto o de los gobernantes, desde la Caída del Bloque soviético hasta los talibanes y el ISIS, remiten a un viejo esquema cultural que se reproduce cíclicamente desde acontecimientos tan dispares aparentemente como la crisis religiosa del siglo VIII en Bizancio, la Reforma o la revolución francesa, para acabar por llegar a nuestros días. Sin embargo, paradójicamente, la iconoclasia, en cuanto intento de cancelación del pasado (por muy desagradable que este haya sido) parece producir lo contrario de lo que pretenden sus portavoces: en vez de la liberación de los ídolos, hace que el olvido histórico reproduzca los mismos monstruos.

La iconoclasia es un fenómeno antiguo como la historia de la humanidad y sigue existiendo hoy en día bajo formas siempre cambiantes, a veces groseras, como la furia islámica contra los budas de Bamiyán, y a veces sutiles, como la desaparición de una persona en una fotografía de grupo (quizás Stalin ha sido el gran maestro del Photoshop ideológico en el siglo XX). Y recientemente aparecieron nuevas formas de protesta: los jóvenes ecologistas atacan obras de arte en grandes museos europeos para llamar la atención a la crisis climática.

El rico panorama histórico, nos habla no solo de prácticas de destrucción de la imagen, sino también de teorías. No siempre se debe suponer una sintonía entre ambas, y todavía menos de carácter causal. Es cierto, a menudo las teorías son anticipadoras, incluso instigadoras de estos actos (así podríamos decir de las predicaciones apasionadas de Calvino contra las imágenes católicas), pero también en ciertos casos importantes, como es el caso Bizantino, son póstumas y justificadoras.

La investigación de estos aspectos, no siempre se ha hecho de forma objetiva e imparcial. Es un lugar común que la historia la escriben los vencedores y nuestro caso no es una excepción (de los emperadores bizantinos, tenemos solo pocos fragmentos casualmente sobrevividos). Lo curioso es que a veces los vencedores no tienen todavía conciencia de su éxito real y todavía menos de las consecuencias de su victoria.

De una tremenda crítica a la producción artística, cual es la realizada por Platón, por ejemplo, ha surgido una estética figurativa rica y compleja como la bizantina, al igual que gran parte de la insistente y desconfiada iconoclasia intelectual de muchos filósofos de nuestros tiempos. Platón para los unos; Platón para los otros. De la Reforma protestante ha surgido el siglo de oro de la pintura holandesa, así como la imaginería embarazosa de ciertos Jesús-marineros, tan típica en los hogares protestantes norteamericanos.

Pero la paradoja se extiende a más ámbitos. A la vez que nos reconocemos en el medio de la proliferación más grande de imágenes de la historia, nos descubrimos también visualmente pobres. ¿No será acaso verdad que la proliferación de la imagen, la iconodulia, socialmente hablando, la más extendida de la historia, haya producido por sí sola lo que todos los intelectuales iconoclastas no pudieron producir durante miles de años, es decir, la desaparición final de la imagen?

Observando con atención, nos podríamos dar cuenta de que una extraña lógica invertida se asocia a todo fenómeno relacionado con la producción y destrucción de las imágenes. Por un lado, nos encontramos con una especie de ceguera, resultante por la cantidad infinita de imágenes (curiosamente, en alemán y flamenco, «iconoclasia» se dice Bildersturm o Beeldenstorm, es decir, ¡»tempestad de imágenes»!); por otro lado, los fanáticos iconoclastas filman con orgullo sus acciones en puro estilo hollywoodiano. No solo derrumban los ídolos, sino que erigen unos nuevos con su propia cara. No hay que sorprenderse. Ya los emperadores iconoclastas bizantinos sabían cómo funcionan estas cosas, pues ellos por primeros habían quitado la imagen de Cristo de la cara de las monedas para poner la suya. Era el comienzo del marketing iconoclasta.

Más allá de la mera apología que se hizo hasta ahora, religiosa, filosófica o artística que fuera, tanto a favor como contra de las imágenes, lo que propongo investigar en una serie de publicaciones en esta línea de trabajo es qué sabemos realmente acerca de estos eventos y cómo siguen influyendo en nuestra actualidad, en la formación de nuestro arte y nuestra manera de mirar al mundo. Contando el pasado, descubriremos cómo la iconoclasia ha servido para distintos propósitos: de ciertos proyectos nacionales de unificación, hasta el establecimiento del monoteísmo; de la monarquía o al contrario de la república, hasta llegar a prácticas contemporáneas de crítica feminista, ecologista o a los debates sobre la esencia del cine y de la fotografía, ampliando los horizontes con la intervención de muchos filósofos, sobre los límites de la representación; todo eso, aplicando siempre un método escéptico. Sorpresa: esta palabra que para nosotros puede indicar una actitud intelectual crítica contra lo visual, proviene del verbo griego skopéô que significa «mirar con atención». Quizás sea esta la primera gran lección que podemos aprender, empezando por los griegos: no hay forma más sutil y efectiva de crítica de la imagen que la de aprender a «mirar atentamente».

Haris Papoulias es profesor de Filosofía en la UCM.