He creído que era útil, ¿y ahora qué?

He creído que era útil, ¿y ahora qué?

Nos estamos alejando de lo que solíamos querer ser. No es fácil admitirlo, pero es la verdad. Sé que generalizar es peligroso y puede parecer injusto, pero me atrevo a hacerlo, sabiendo que no todos lo sentirán igual. Aun así, muchos compartirán esta pretenciosa reflexión. En estos tiempos, gran parte del periodismo se está convirtiendo en algo que apenas reconozco. Si alguna vez creímos en nuestra capacidad para influir, para moldear algo en el mundo, hoy esa fe se está desvaneciendo. No solemos informar. O, al menos, así creo que lo sienten quienes nos leen, miran o escuchan. La verdad, esa que solíamos perseguir con convicción, ha sido sustituida por algo mucho más cómodo y, a la vez, mucho más inquietante: la confirmación.

En parte, nos arrastra el hecho de ser instrumentos de un sistema que alimenta el sesgo confirmatorio, ese fenómeno que hace que la gente solo busque lo que reafirme sus ideas previas. No puedo señalar cuándo comenzó exactamente este declive, pero sí puedo sentirlo a diario: la dificultad para llegar a las audiencias. Antes, nuestro trabajo tenía un propósito, un sentido más marcado. Hoy, cada vez que me enfrento a la página en blanco, me invade una extraña sensación de inutilidad. No influimos. Si acaso, somos nosotros los que hemos cambiado, adaptándonos, cediendo poco a poco a una marea de certezas inamovibles que nos deja sin espacio para la duda, para la reflexión.

Iñaki Gabilondo lo dijo con una claridad que casi duele: «He creído siempre que lo que hacía era algo no muy importante, pero que tenía alguna utilidad. Ahora, con las posiciones tan ultra determinadas, defendidas de una forma teológica, acabas con la sensación de que lo que estás haciendo es inútil». Y sí, es exactamente eso lo que muchos de nosotros podemos sentir. Inutilidad. Hemos perdido la fe en el impacto de nuestro oficio, y cada día es más difícil encontrar motivos para seguir en la pelea.

La audiencia ya no quiere ser desafiada. Lo sé. Lo aprendemos a base de fracasos. Hoy, cuando publicamos, sabemos que quienes nos leen no suelen buscar entender más ni ver las cosas desde una nueva perspectiva. Lo que quieren es sentirse seguros, cómodos, en su bando. El periodismo parece haber mutado a una trinchera desde la que defendemos esas posiciones porque, si no lo hacemos, simplemente nos ignoran. Incluso nos bombardean desde la trinchera opuesta. Y lo peor de todo es que esa trinchera no es solo para ellos, es para nosotros también. Nosotros también estamos atrincherados, acorralados al intentar romper con esa dinámica, de ofrecer algo diferente sin sentir que estamos fallando. Muchos otros han mutado directamente hacia un periodismo militante.

Javier Cercas escribió alguna vez: «La verdad es siempre una versión parcial de los hechos», una frase muy actual. Nos acorrala esta tendencia de ofrecer versiones parciales, de entregar pequeñas dosis de verdad que encajan con lo que nuestras audiencias reclaman, consumen y clickean. Y si intentamos ir más allá, si tratamos de desafiarlos, simplemente se van o navegamos en las aguas de los tibios. No podemos luchar contra los algoritmos ni contra el sistema que premia la polarización, que nos obliga a complacer y no a incomodar. Estamos siendo derrotados por una realidad en la que el periodismo ya no transforma, solo reafirma.

Recuerdo cuando empecé en este oficio, con la ilusión de que el periodismo podía cambiar el mundo, o al menos aportar a la manera en que las personas lo veían. Hoy, siento que mi ilusión se desvanece. No puedo dejar de pensar en las palabras de Gabilondo: «Yo estaba perdiendo la fe al ver la imposibilidad de alcanzar puntos comunes en algo». Esa imposibilidad se vuelve asfixiante. Y es que, si no podemos llegar a un entendimiento mínimo, si todo está tan dividido, ¿qué sentido tiene lo que hacemos? Cada día, al salir a la palestra, me enfrento a ese escepticismo, y no puedo evitar pensar que, quizás, somos nosotros los que debemos cambiar. No solo usted.

Es una confesión amarga, lo sé. Pero, ¿cómo no sentir este desaliento cuando lo que hacemos parece no encajar? Nos tironea un engranaje que alimenta la polarización, que construye trincheras, que divide en lugar de unir. Y, aunque quisiéramos hacer algo diferente, parece que ya no somos capaces. Nos cancelan. Hoy en día, hay que condenar más y entender menos, una acción que va desde la izquierda hasta la derecha, y así vamos navegando en un algoritmo que recompensa el odio y la furia.

Tal vez, con cierta arrogancia, muchos de nosotros llegamos a pensar que nuestro trabajo era crucial, que podíamos ser puentes, tender lazos entre unos y otros, exponer los matices, abrir espacio para el diálogo e interpelar al poder. Sin embargo, hoy no estoy seguro de que eso sea posible. Con las posiciones tan extremas, defender la templanza parece una tarea inútil, inocua y criticada. Estamos perdiendo, en parte, el control sobre el sentido de nuestra labor, y nos estamos adaptando. Estamos cambiando nosotros, porque no estamos logrando provocar a los demás.

Quizás eso sea lo más difícil de aceptar: que el periodismo que muchos conocimos y profesamos ya no tiene el mismo lugar en este mundo. Que lo que buscábamos parece cada vez más esquivo. Y, sin embargo, seguimos adelante. Tal vez por inercia, tal vez por nostalgia, pero también por una convicción que, pese a todo, no hemos perdido. Porque, aunque todo parezca más complejo, aún hay algo que nos empuja a seguir escribiendo, a seguir hablando. Tal vez lo que queda ahora es que cada uno de nosotros reflexione sobre el papel que debemos jugar en este nuevo escenario, sobre cómo podemos encajar sin renunciar a los principios que siempre han guiado este noble oficio.

Juan Dillon es periodista y analista en temas internacionales.

Please follow and like us:
Pin Share