Hispanos contra Roma: resistir o morir

Hispanos contra Roma: resistir o morir

Roma fue uno de los mayores imperios que jamás hayan existido. Conquistaron medio mundo gracias a fuerza de las armas. Por donde pasaban, nadie se resistía… Menos aquí. La lucha de los pueblos que ocupaban la Península cuando las huestes romanas iniciaron su invasión no tuvo tregua y ha alimentado todo tipo de mitos y leyendas, algunos exagerados, otros reales. La resistencia fue feroz, hubo episodios sangrientos, muerte y desolación.

Máximo Décimo Meridio es el nombre del afamado héroe protagonista de la película “Gladiator”. Máximo era un general hispano y la elección de esta procedencia no respondió al azar, sino al ardor y valentía exteriorizada por los soldados oriundos de Hispania, bien conocida en todo el Mediterráneo antiguo. Si los guionistas de Hollywood querían dotar a su personaje de un espíritu indómito y experto en las artes castrenses, radicarlo en la península Ibérica suponía una excelente y adecuada decisión. Ahora bien, el actor Russell Crowe encarnaba a un romano del siglo II d. C. y, por lo tanto, ya formaba parte del Imperio, comprometido sin fisuras con el servicio a Roma. Pero el proceso mediante el cual la Península fue completamente sometida a la autoridad de la República fue largo y complicado.

Durante décadas, dicho territorio se mostró hostil a la colonización, con episodios bélicos que causaron estragos y llenaron de desesperación a los conquistadores. La resistencia hispana alcanzó tintes épicos y legendarios, hasta el punto de que los propios cronistas itálicos y griegos se rindieron a las virtudes y tesón exhibidos por los indígenas. No obstante, esta resistencia ha sido exagerada desde la historiografía antigua y también moderna. En muchas ocasiones, la exaltación del enemigo respondió a determinados intereses propagandísticos que conviene tener en mente para no dejarnos arrastrar por ciertas pasiones patrióticas que están fuera de lugar en el análisis histórico más pulcro. Una cosa es “hacer historia” y otra construir una “memoria identitaria” para ensalzar un régimen político a milenios de distancia de los hechos analizados. Una deformación del pasado que, por ejemplo, ocurrió durante la dictadura, donde Numancia y Viriato se convirtieron en los mejores exponentes de la inigualable “raza” hispana, cuyos ecos habrían llegado hasta el siglo XX.

Los pueblos Perromanos

Para Diodoro Sículo, los celtíberos compartían con los lusitanos el armamento en forma de espadas, cascos y escudos. Así como su actitud valiente y dura en el combate, junto a las prácticas del pillaje y el bandolerismo. Manifestaban una gran adhesión al cabecilla de su clan. Valerio Máximo los define como “hombres entregados a su amo” y Plutarco señala que esa vinculación alcanzaba ciertas proporciones existenciales, con tanto apego que les resultaba “impuro vivir más tiempo que su líder”. Una disposición de ánimo que llamaban “consagración”.

Este afecto extremo y desprecio de la propia vida en favor del jefe fue un rasgo muy admirado por los cronistas antiguos. Estrabón lo pone de manifiesto al señalar que “es una costumbre ibérica también entregar su vida a quienquiera que sigan, incluso hasta el extremo de morir por él”. Semejante lealtad y pasión convirtieron a los hispanos en una hueste muy apreciada en el Mediterráneo. Los celtas y celtíberos peninsulares prestaron un valioso servicio y muchas potencias del Mundo Antiguo los reclutaron como mercenarios. Diodoro Sículo comenta que ya en el 371 a. C., celtas e íberos cruzaron la distancia que separaba Sicilia de Corinto bajo el mando del tirano de la isla Dioniso para que lucharan con los aliados lacedemonios. Por su parte, Apiano narra el episodio trascurrido en la segunda Guerra Púnica, cuando el cartaginés Amílcar Barca “ostentaba el mando de las fuerzas cartaginesas en Sicilia, había prometido grandes recompensas a sus mercenarios celtas y aliados africanos”. Ya con la presencia romana en la Península y durante la invasión de la Turdetania, Livio señaló cómo “los túrdulos contrataron a diez mil celtiberos y se aprestaron a continuar la guerra con las armas de los extranjeros”.

Caballería excelemte… y armas

Entre las razones que llevaban a estas potencias de la Antigüedad a reclamar a los hispanos para sus tropas, estaba la feliz combinación de contar con un buen armamento en las manos de unas huestes con destacable adiestramiento militar. De la calidad y diseño de sus armas nos hablan las necrópolis y los ajuares funerarios que acompañaban a los cadáveres de estos guerreros. Entre los enterramientos celtíberos más típicos asoman las espadas rectas, los puñales con empuñadura de antenas doblegobulares y sus vainas, las espadas de hojas largas, las lanzas arrojadizas y jabalinas, los escudos con tachón en el centro, las corazas de placas circulares y los cascos.

Esos materiales necesitaban de adecuados procedimientos de forja y temple para dotarlos de las mejores características. Así, sabemos que para que el hierro perdiera su parte más flexible y la herrumbre dejara únicamente el núcleo vigoroso, las placas de metal eran enterradas en el suelo haciendo que el tiempo actuara sobre ellas deteriorando su parte menos noble. De este modo, eliminada la faceta débil de la pieza, el material resultante adquiría una extrema dureza capaz de cortar cualquier casco, hueso o escudo que se le pusiera por delante. La guerra formaba parte del modo de vida de los hispanos desde pequeños. Diodoro señala que “una costumbre peculiar impera entre los iberos y especialmente entre los lusitanos; porque cuando sus jóvenes alcanzan la plenitud de su fuerza física, los que entre ellos son más pobres en bienes mundanales y, sin embargo, se distinguen por el vigor de su cuerpo y su osadía se proveen nada más que de valor y armas y se reúnen en lugares inaccesibles de las montañas, donde forman bandas de considerable tamaño y luego descienden sobre Iberia y recogen riqueza de su pillaje.

Y este bandolerismo lo practican continuamente con espíritu de desdén total; porque usando, como usan armas ligeras y siendo ágiles y rápidos, es dificilísimo que otros hombres puedan someterlos… Por consiguiente, aunque los romanos en sus frecuentes campañas contra los lusitanos los liberan de su espíritu de desdén, a pesar de ellos y de proponérselo seriamente, a menudo no podían terminar por completo con sus pillajes”.

Resistencia y acuerdos

La zona de Sagunto llevaba muchos años en contacto económico y comercial con Roma. Circunstancia que hizo relativamente fácil el tejer una alianza entre la población local y los mandatarios romanos encabezados por Escipión. Cuando en el año 209-208 a. C. la importante base naval y emporio fortificado de Carthago Nova (Cartagena) cayó bajo

el dominio de Roma, los nuevos ocupantes liberaron a los rehenes previamente capturados y humillados por los púnicos, lo que atrajo la simpatía de los residentes e hizo entender aquella conquista casi como una liberación.

En otros casos, el propio agotamiento y los estragos causados por tantos años de confrontación propició que plazas como Gadir (Cádiz) se entregaran a los romanos sin apenas oposición. Finalmente, entre el Ebro y los Pirineos se desenvolvían los ilergetes, una confederación de pueblos liderados por los reyezuelos Indíbil y Man- donio que cambiaron de lealtad durante la guerra púnica según los lances del conflicto. Empezaron siendo aliados de Cartago, hasta que Escipión les ofreció un pacto de amistad que incluía una fuerte suma económica y au- tonomía política sobre su propio territorio.

La actitud de los hispanos asentados en el sur y noroeste peninsular ante la penetración de Cartago y, luego, de Roma no siguió un comportamiento único. La reacción de estas sociedades entraría dentro de lo que hoy llamaríamos una conflictividad de “geometría variable”, donde más que conducirse por un sentido nacional o identitario, estarían movidas por ciertas comunidades de intereses, a corto plazo, que podían ir desde la alianza con el invasor a la rendición.

La primera rebelión

Dentro de esta línea de acontecimientos, destaca la que se considera la primera gran rebelión indígena ante la penetración extrapeninsular y que fue protagonizada, precisamente, por los citados ilergetes. Esta confederación de pueblos creyó que Escipión había fallecido y que sus suceso- res romanos no iban a respetar el pacto de amistad con él suscrito. Así que iniciaron una enconada revuelta a la que se sumaron los lacetanos y otros pueblos celtíberos. Gracias a estas fuerzas, lograron conformar una gran hueste compuesta de unos 20.000 infantes y 2.500 jinetes, al decir de Tito Livio.

Para el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid Fernando Quesada Sanz, las acciones armadas de este ejército, recogidas por las crónicas de la rebelión, pondrían de manifiesto cómo los íberos entendían la guerra: “Por un lado, una concepción personal y no estatal del liderazgo, objetivos parciales (fundamentalmente depredadores, basados en el saqueo estacional de los campos y ganados) y ausencia de guerra de asedio y, por otro, capacidad de reunir contingentes grandes, formados por una mezcla de infantería de línea, ligera y de caballería, que forman en línea de batalla organizada y que se articulan en alas por pueblos y clientelas”. De tal modo que vemos cómo la guerra por su libertad en estas comunidades indígenas no se distinguía demasiado de sus actividades económicas habituales de saqueo y, a la hora de trabar un combate de mayor envergadura, los íberos no se ordenaban por criterios de eficacia militar o capacidad de daño al enemigo, sino por los vínculos sociales y políticos que les unían entre sí.

El propio Escipión dirigió la campaña de represión contra los ilergetes y el choque de espadas fue terrible, pero repleto de curiosidades. El dirigente romano colocó en un valle un rebaño de ganado como señuelo para que el caudillo íbero Indibil lo capturara. Tras lo cual, sobre el contingente de infantería de los ilergetes saltó la caballería romana que dispersó a los indígenas y debilitó al grueso de esta tropa lo suficiente como para asestarle un segundo ataque definitivo.

La muerte de Indíbil

Los ilergetes, por mediación de Mandonio, negociaron una paz que les fue concedida, pero duró poco tiempo. En cuanto Escipión marchó para Italia, se reinició la rebelión. Seguramente, los ilergetes concebían aquella paz en términos personales, ligados a la figura de Escipión y no de Roma o su senado, por lo que una vez aquel había abandonado la Península, podía entenderse que el pacto carecía de vigor. Tito Livio describe cómo el ejército íbero, al salir el Sol al día siguiente, apareció con todos sus miembros armados en orden de combate a unos “mil pasos” (1.500 metros) del campamento romano. En el centro estaban los ausetanos, mientras que el ala derecha –habitualmente el lado de honor en la antigüedad– la ocupaban los ilergetes y, a la izquierda, otros pueblos hispanos menos conocidos. Entre las alas mencionadas y el centro quedaron varios espacios abiertos, destinados a introducir a través de ellos a la caballería cuando llegara el caso.

Los romanos se tuvieron que emplear a fondo para vencer a la coalición íbera, cuyos contingentes demostraron una notable capacidad para luchar a pie, ofrecer líneas de combate guiadas en su movilidad mediante estandartes y, además, actuar coordinadamente, como un solo hombre, cuando les atacaba una legión romana. En consecuencia, debemos desterrar la imagen de que estos íberos eran un puñado de bandoleros o asaltantes aguerridos sin mayor instrucción castrense. El refinamiento de su conducta militar indica mayor cualificación de lo esperado, aunque no les salvó de la derrota. Índibil murió en combate de una manera tan sobria que la palabras de Tito Livio lo convirtieron en leyenda: “Cayeron acribillados por los dardos los que peleaban en torno al rey, que se mantenía en pie medio muerto y después quedó clavado al suelo por una jabalina”. Tras lo cual, los propios ilergetes entregaron a su otro caudillo, Mandonio, para que fuera crucificado y así congraciarse con los vencedores.

Las guerras Celtíberas

La rebelión de los ilergetes contó con algún coletazo ulterior que, igualmente, fue reprimido. Pero, al margen de la victoria final, el enfrentamiento era un claro síntoma de que la romanización de la Península estaba lejos de ser un proceso pacífico. El final de la guerra púnica fue recibido por los habitantes autóctonos con alivio. Sin embargo, la dominación posterior de Roma comenzó a resultar asfixiante en muchos aspectos. Las reiteradas exigencias tributarias y el recorte de libertades sobre determinadas urbes indígenas prendieron la chispa de nuevas revueltas. Si bien, en esta ocasión, la confrontación alcanzó una dimensión tan desmesurada que asustó a los propios romanos.

Fue el comienzo de las denominadas guerras celtíberas y lusitanas. La Península se llenó de campos de batalla tan virulentos que en los territorios itálicos escasearon los voluntarios para sumarse al combate. El senado se vio en la obligación de adoptar medidas extraordinarias para acabar con la sublevación y someter las provincias hispanas en un proceso que se prolongó unos 20 años, desde 153 a 133 a. C. Si hacemos caso del relato de Polibio, podemos entender por qué el reclutamiento de tropa romana resultó tan difícil, y es que “extraordinaria fue la naturaleza de esta guerra […] pues la mayor parte de los combates los terminaba la noche y los hombres resistían con pleno ánimo sin que sus cuerpos cediesen ante la fatiga, sino que, desistiendo de la retirada, renovaban la lucha con mayor ímpetu, como si estuvieran arrepentidos. De esta forma, apenas el invierno logró suspender esta guerra y la continuada serie de sus batallas”.

El ímpetu de Roma

Al margen del turbio telón de fondo de la colonización romana, el detonante de la insurrección vino motivado por la ciudad arévaca de Segeda, cuyos habitantes decidieron amurallar el enclave en contra de las directrices vigentes. La primera gran ocupación y pacificación del territorio peninsular, realizada por Sempronio Graco, dispuso que las fortalezas indígenas anexionadas debían quedar desmochadas. Pero, a mediados del siglo II a. C., Segeda inició la reconstrucción de su lienzo fortificado. Los arévacos entendían que no traicionaban la norma porque se trataba de una reparación y no del levantamiento de nuevas murallas, aunque la autoridad romana no lo interpretó así.

La reacción fue inmediata. Segeda cayó ante el ímpetu de Roma y sus habitantes corrieron a refugiarse en la también arévaca localidad de Numantia. Este enclave actuó como un polo magnético que atrajo hacia sí la alianza de numerosos pueblos hispanos descontentos con la situación. Así que las huestes senatoriales pusieron bajo estrecha vigilancia a Numantia para evitar que trenzara acuerdos con otras comunidades vecinas. Además de aislarla de su entorno, también, los gobernadores provinciales intentaron sojuzgarla mediante sucesivos ataques. Pero la resistencia de los numanti- nos alcanzó cotas legendarias.

Por ejemplo, el gobernador de la Citerior, Q. Fulvio Nobilior en su persecución de los celtíberos, sufrió una emboscada que acabó con la vida de 6.000 romanos. Los numantinos y segedenses tuvieron fuertes bajas, entre ellas a su caudillo militar, pero aquel 23 de Agosto fue consagrado por Roma al dios Vulcano y declarado como día nefasto en el calendario, de tal manera que, a partir de entonces, ningún general romano en el futuro libró batalla durante esa jornada del año.

Un sinfín de desgracias

Nobilior lo volvió a intentar tres días después, cuando recibió el refuerzo de 300 jinetes númidas y 10 elefantes con los que pretendía amedrentar a los celtíberos. Pero, al iniciar la batalla, uno de los paquidermos, herido por una flecha, enloqueció y contagió el miedo a sus compañeros de tal modo que arremetieron contra la propia tropa romana. Aquel desorden y consiguiente huida, según señala Apiano, causó a Nobilior otros 4.000 muertos más y la pérdida de tres elefantes.

Por si fuera poco, Nobilior se retiró a su campamento para pasar el invierno. Sin embargo, aquel encierro y la inclemencia del tiempo le causaron numerosas bajas por congelación y enfermedad. Las desgracias no pararon ahí. Durante otro de esos asaltos romanos contra Numancia, acaecido el año 137 a. C., los resistentes llegaron a capturar a uno de los sucesores de Nobilior, el gobernador provincial C. Hostilio Mancino, y le obligaron a firmar humillantes acuerdos de paz. Esta derrota fue vivida por el senado y pueblo de Roma como una enojosa afrenta, así que movilizó a sus mejores hombres, entre ellos, el célebre general Escipión Emiliano, quien había destruido Cartago el 146 a.C.

Escipión, buen conocedor del temperamento extremo numantino, planteó una estrategia que cubriera todos los frentes posibles, desde los puramente materiales hasta los espirituales. Así que incomunicó la urbe para aislarla por tierra de cualquier avituallamiento posible. Este cerco perseguía aniquilar al enemigo por inanición, pero también destruirlo psicológicamente ya que impedía que los celtíberos murieran en combate, su muerte más honrosa.

Siete campamentos alrededor del enclave esperaron pacientemente el desmoronamiento de los cercados y la condena al hambre de los 4.000 numantinos resultó inexorable. Relata Apiano que “al faltarles la totalidad de las cosas comestibles, sin trigo, sin ganados, sin hierba, comenzaron a lamer pieles cocidas, como hacen algunos en situaciones extremas de guerra. Cuando también les faltaron las pieles, comieron carne humana cocida, en primer lugar la de aquellos que habían muerto, troceada en las cocinas; después, menospreciaron a los que estaban enfermos y los más fuertes causaron violencia a los más débiles. Ningún tipo de miseria estuvo ausente. Se volvieron salvajes de ánimo a causa de los alimentos y semejantes a las fieras, en sus cuerpos, a causa del hambre, de la peste, del cabello largo y del tiempo transcurrido”. Muchos, incapaces de soportar aquel horror, prefirieron el suicidio.

El final de la épica

Tras 15 meses de sitio, Numancia se rindió. El final real depende de las fuentes consultadas. Para Floro y Orosio, historiadores muy posteriores a los hechos, los pocos resistentes que quedaron vivos optaron por prender fuego a la ciudad y matarse entre sí antes que entregarse al enemigo. En cambio, el más contemporáneo Apiano señala que, fijada la entrega, “ellos dejaron transcurrir el día, pues acordaron que muchos gozaban aún de la libertad y querían poner fin a sus vidas. Por consiguiente, solicitaron un día para disponerse a morir”.

Los supervivientes fueron vendidos como esclavos, la urbe arra- sada hasta los cimientos y 50 de los cautivos paseados en un desfile triunfal por Roma. Cuando los numantinos se presentaron ante Escipión, el espectáculo era “terrible y prodigioso, sus cuerpos estaban sucios, llenos de porquería, con las uñas crecidas, cubiertos de vello y despedían un olor fétido; las ropas que colgaban de ellos estaban igualmente mugrientas y no menos malolientes. Por estas razones aparecieron ante sus enemigos dignos de compasión, pero temibles en su mirada, pues aún mostraban en sus rostros la cólera, el dolor, la fatiga y la conciencia de haberse devorado los unos a los otros”.

Apiano aclamaría a los derrotados en su crónica: “Tan grande fue el amor a la libertad y el valor existentes en esta pequeña ciudad bárbara. Pues, a pesar de no haber en ella en tiempos de paz más de ocho mil hombres, ¡cuántas y qué terribles derrotas infligieron a los romanos! ¡Qué tratados concluyeron con ellos en igualdad de condiciones, tratados que hasta entonces a ningún otro pueblo habían concedido los romanos!”. Y hoy, Numancia es un símbolo de la resistencia ante la invasión romana.

Juan José Sanchez-Oro