Andrés Iniesta podría jugar desnudo, por supuesto sin botas ni porterías, necesitado solo de la pelota con la que ha conquistado el mundo con su aura y fútbol de seda, ligero y sensible como un pájaro, humilde desde niño, cuando quedó atado de por vida a aquel árbol mayúsculo de la pista de Fuentealbilla, y desde siempre ciudadano anónimo con razón social en Barcelona. Una figura tan dulce que invita a un relato empalagoso que poco tiene que ver con su timidez y brevedad —”simple y corto, pero directo”, palabra de Guardiola— ni con su fútbol sincero, jugador único y centrocampista por excelencia, tan auténtico que merecería ser “patrimonio de la humanidad”, en afirmación de Luis Enrique.
Seguir leyendo