«Iniquidad»: el terrible libro sobre la crueldad de las guerras que cuesta acabar de leer

«Iniquidad»: el terrible libro sobre la crueldad de las guerras que cuesta acabar de leer

Quiere uno de los mitos más arraigados en nuestra filosofía de la historia –y aun diría en la propia historia e ideología de nuestra modernidad tardía–, al menos desde la Ilustración a esta parte, que provengamos de sociedades pacíficas en un origen, de una suerte de edén social y político, la edad de oro de los cazadores-recolectores que, antes del surgimiento de las primeras ciudades, con la revolución del neolítico, eran comunidades idílicas, muchas veces matriarcales, pacíficas y bien avenidas. En el camino de la evolución del ser humano han sido varias las revoluciones que se han dado, desde la aparición del lenguaje, con la revolución cognitiva –que implicó también, como vio bien Harari, una revolución mitopoética–, a la revolución agrícola del Neolítico y hasta llegar a otras diversas revoluciones urbanas, industriales o tecnológicas; y hemos sido deudores de una cierta nostalgia de los orígenes, como sugería en su repaso por la modernidad George Steiner.

Muchos autores han analizado cómo el motivo del paraíso perdido, de ese edén primordial y de la edad de oro idílica ha creado la noción de una suerte de degeneración desde un estadio inicial óptimo y justo, de vida pacífica y fraternal y relación privilegiada con el entorno natural, hasta nuestra actual edad de hierro, violenta, injusta y degenerada, en la que lamenta vivir el poeta Hesíodo y a la que aspira a volver Don Quijote en su celebérrimo discurso a los cabreros.

Una falsa edad de oro

Pero, tal vez, esta edad de oro nunca existió y la violencia haya estado ligada de forma indisoluble a la evolución del ser humano en diversas etapas, ya desde sus comienzos en las comunidades primordiales de homínidos, que tenían que ejercer una considerable dosis de agresividad para el control de grupos crecientes y clanes entrelazados. Como quiera que sea, historiadores, filósofos y antropólogos, entre otros, han exaltado, en un hilo que llega hasta hoy, una versión actualizada del mito del buen salvaje y la edad de oro, haciendo de nuestra sociedad urbana, y de la civilización que surge a raíz de la agricultura y se desarrolla desde entonces en progresión imparable y complejidad creciente, un elemento de dominación y de control social y económico despiadado por parte de las diversas élites –políticas, religiosas o económicas– hacia una mayoría de desfavorecidos: mujeres, niños, pobres o, sobre todo, enemigos vencidos. «Vae victis!», como reza el adagio latino.

A examinar la incidencia de la crueldad y la violencia en las primeras civilizaciones se dedica ahora Alejandro Rodríguez de la Peña en un excelente libro titulado sucinta y simbólicamente «Iniquidad» (Editorial Rialp). El volumen comienza con unas buenas vistas sobre las principales teorías acerca del origen de la crueldad y del ejercicio de la violencia en nuestra Historia que van desde la herencia Ilustrada y el debate sobre la teodicea y el origen del mal, que podemos ver ya en Leibniz y, en su crítica posterior, ya desde el Siglo de las Luces. Es importante aquí la evocación del mito de la edad de oro del pasado, que Rodríguez de la Peña esboza con alusión a las nociones teológicas o psicológicas posteriores, que van desde Eric Fromm a René Girard. También aparece la incidencia de la religión en el control o monopolio de cierto tipo de violencia ritualizada, como estudiará el filósofo francés citado y también Walter Burkert en su imprescindible «Homo necans» al analizar la institución del sacrificio en diversas religiones antiguas.

Otra perspectiva importante que se adopta de forma teórica es la idea de la «guerra regulada» que, por ejemplo, el historiador militar John Keegan intentó asociar a las civilizaciones occidentales desde los antiguos griegos. Sería este «modo de hacer la guerra regulada» el que algunos autores quieren ver como típico de Occidente e indicio de civilización y derecho, con un característico «control de daños», como en los choques hoplíticos. Pero esto en absoluto destierra las masacres indiscriminadas en Grecia y Roma. Hay puntos de vista teóricos muy marcados por aproximaciones ideológicas o religiosas.

Lo cierto es que, con los datos desoladores que presenta Rodríguez de la Peña acerca de las masacres políticas, el sadismo, la esclavitud y la crueldad tribal o en el seno del clan familiar –especialmente dirigida a los más débiles, a las mujeres y los niños–, el escenario en este libro es ciertamente terrorífico y nada agradable de leer. Es, advertimos, una obra difícil de digerir por la cantidad de datos abominables y brutalidades históricas que desfilan a lo largo de sus páginas, desde la historia clásica de las dos grandes civilizaciones griega y romana, que se van enfrentando con los llamados «bárbaros» –aunque en otro libro el autor ha desmitificado un tanto también a estas supuestas culturas más sofisticadas– hasta llegar a los orígenes del Estado en el próximo Oriente.

Así, una primera parte del volumen se dedica, bajo el lema «La crueldad de la selva», a examinar la violencia tribal de los Estados que los griegos denominaron «ethne», y de los «bárbaroi», sociedades muy basadas en la violencia ritualizada, como los antiguos germanos y los celtas, dos grandes etiquetas que sirven como cajón de sastre para englobar a diversos pueblos con muchas peculiaridades propias unidos por una «commonwealth» lingüística, religiosa y ritual. Pese a la humanización de «los buenos bárbaros» que surgirá a partir de la Ilustración, la iniquidad en ellos es endémica: asesinatos en masa, esclavismo y ordalías sangrientas abundan por doquier, tanto entre los restos de los pueblos del Neolítico como en los Estados tribales con los que se enfrentan griegos y romanos.

Pero no es mejor el panorama que nos propone la segunda parte del libro, bajo el lema «La violencia y el nacimiento del Estado»: si bien es cierto que con las grandes ciudades del Oriente próximo y Egipto, y su organización agrícola y cultural, basada en el calendario de los cultivos y de los ciclos solares y lunares, así como en la observación de los astros, parece que se introducen matices racionales o epistémicos en el ejercicio de la violencia –esa suerte de «control de daños»–, todavía siguen cundiendo terribles matanzas hacia los grupos que se consideran ajenos o susceptibles de una cierta «deshumanización».

El Estado aparece en ocasiones como un cierto Leviatán que sigue reclamando monstruosos sacrificios, tanto entre enemigos bélicos como también, en tiempo de paz, entre los «pharmakoi» (véase a Girard), que han de conjurar los males de las comunidades. El trato a los vencidos, por ejemplo entre asirios o babilonios, y otros pueblos diversos, es atroz y no escatima crueldad alguna. Cualquiera que conozca los relieves asirios del Museo Británico sabe de lo que estoy hablando.

Difícil de asimilar

En suma, este libro –como digo, difícil de asimilar y que no recomiendo leer antes de dormir– no dejará indiferente absolutamente a nadie: nos propone una historia cultural de la violencia y la crueldad en los orígenes del Estado, justamente en la intersección entre los pueblos de organización tribal y nomádica y aquellos sedentarios y agrícolas. Un ensayo que no incurre en idealizaciones ni muestra preferencias, sino que expone crudamente la realidad de los datos históricos y arqueológicos. Un cierto pesimismo sobrevuela sobre sus páginas y se percibe en ellas por doquier, pero, por suerte, se ve matizado por algunas buenas vistas en torno a lo que la civilización puede lograr en cuanto al control progresivo de la violencia, a casos particulares y a lo que algunos mecanismos y dispositivos de control, tanto religioso como jurídico, han hecho por «atenuar el mal».

Los recuerdos más ominosos del ser humano

Los relieves del palacio de Senaquerib, en Nínive, tanto como los del palacio de Asurnasirpal II en Kalhu, muestran cómo una de las grandes y sofisticadas civilizaciones de Oriente próximo, los asirios, conocidos por su gran red comercial y su desarrollo artístico, pueden ejemplificar de forma espectacular la extrema violencia hacia los prisioneros de guerra. Las flagelaciones, apaleamientos, despellejamientos, mutilaciones, empalamientos y todo tipo de terroríficas torturas y macabras representaciones –como las montañas de cabezas cortadas o los trofeos de miembros seccionados–, aparecen aún hoy ante nuestros ojos, en los grandes museos de Europa, como un recuerdo ominoso de la capacidad del ser humano para organizar la crueldad que transita a lo largo y ancho de toda nuestra Historia, desde los orígenes de la ciudad hasta la Shoah.