Ite, missa est

Ite, missa est

Se ha publicado en la prensa nacional un extenso reportaje sobre la reconversión de muchas iglesias del Reino Unido en bares, restaurantes, salas de exposiciones y hasta discotecas. En algunos casos se trata de cambios permanentes que afectan a templos desacralizados, pero en muchos otros son las propias comunidades las que ceden temporalmente los edificios a terceros a cambio de unos ingresos adicionales que dedican a la conservación de los inmuebles o bien, a obras de caridad. De todo esto, que tiene causas diversas, pero que es también síntoma de muchas cosas, se pueden hacer varias lecturas, desde las más obvias a las más incisivas, pero todas resultan bastante descorazonadoras.

Primera lectura: lo anterior no es más que un reflejo de la progresiva secularización del mundo occidental. Cada vez menos personas asisten a misa o colaboran con las actividades parroquiales, salvo que se trate de actos relacionados con eso que se ha venido a llamar religiosidad popular (que tiene más de folclore que de vivencia madura de la fe). Sumemos a lo anterior que apenas se ordenan sacerdotes y que los conventos se han convertido en geriátricos que quedarán vacíos en pocos años. El cristianismo en Europa, o bien está en trance de ser reemplazado por otras religiones, o, lo que es más probable, acabará desapareciendo por el mero desinterés de los tataranietos de cruzados y misioneros. Ciertamente, la ciencia moderna ha relegado a Dios a un plano muy secundario, mientras que los avances tecnológicos han creado en nosotros la sensación de que nuestro destino está únicamente en nuestras manos. Pero no nos engañemos: hay muy pocos ateos consecuentes (esto es, individuos capaces de argumentar desde la razón las causas de su falta de fe) y menos aún, tecnólogos capaces (o sea, gente que entiende cómo funciona su móvil o porqué calienta la placa de inducción). La mayoría simplemente ha pasado a creer en otras cosas, desde la ideología de género a la astrología. Y desde luego, confía su bienestar a las manos de los expertos. O a lo peor, ya nadie cree en nada, ni siquiera en la necesidad de vivir como si Dios existiera, que no es más que vivir no haciendo a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros.

Segunda lectura: hace mucho ya que estos templos se convirtieron en meros decorados, usados por los turistas para embellecer (y monetizar) sus redes sociales. ¿Acaso debería sorprendernos que, por aquello tan de moda en la actualidad de la “experiencia única”, el “trato diferenciado” o el “valor añadido”, a alguien se le haya ocurrido que cenen también sobre los altares, bailen por los claustros o duerman en las celdas monacales? Y por lo demás, ¿no somos hoy todos turistas en todas partes? ¿Cuántos de nosotros, al visitar Japón, cruzamos los torii de los santuarios sintoístas caminando por el lateral, como muestra de respeto a la deidad que los alberga? ¿Y cuántos nos cubrimos la cabeza al entrar en los templos ortodoxos? Es más, hace ya mucho que celebramos conciertos de rock en antiguos templos romanos o hacemos picnics en camposantos celtas sin saber nada de los dioses a los que se encomendaban quienes los construyeron. El paso del tiempo va borrando el recuerdo de las costumbres y atenuando la intensidad de las emociones, las convicciones y las creencias, pero, sobre todo, va suavizando cualquier posible afrenta.

Tercera lectura: hemos acabado tasándolo todo y hecho del dinero el árbitro de todas nuestras decisiones. Una obviedad, claro está. Pero lo cierto es que hoy se nos antoja menos justificada la existencia de una iglesia vacía que la de una iglesia por la que solo deambulan turistas. Y esta última nos parece menos útil que aquella otra que hemos llenado de comensales, durmientes o borrachos. ¿No hay nada, entonces, que tenga derecho a existir aunque nadie lo use, no procure beneficio alguno, o no contribuya de ninguna manera medible a la economía del país? Y más aún: resulta difícil comprender que una sociedad opulenta como la nuestra, capaz de gastar miles de millones de euros en que los trenes lleguen media hora antes a cualquiera de nuestras ciudades o en que se pueda coger un avión en cualquiera de nuestras capitales de provincia, no emplee parte de su riqueza en preservar aquello que a sus antepasados les llevó siglos construir, que ensanchó sus mentes y sus corazones (o al menos, les procuró algún consuelo) y que, casi siempre, representan cimas artísticas difícilmente superables. Mantener abiertos cenobios e iglesias, aunque ya nadie cruce sus umbrales, no es solo un ejercicio de memoria colectiva y de deferencia hacia quienes nos precedieron; es, ante todo, un signo de civilización, semejante al de mantener abiertas facultades universitarias que no generan nada con un valor tangible. Porque tampoco las monografías sobre numismática romana producen plusvalías, ni cotizan en bolsa los grupos que investigan la polifonía del Renacimiento español, ni hay empresas interesadas en contratar a expertos en hurrita o acadio.

Cuarta lectura: incluso si los templos tuviesen que autofinanciar su supervivencia, ¿por qué convertirlos necesariamente en bares, hoteles y discotecas? ¿Por qué no dejarlos como están y cobrar, simplemente, por entrar en ellos a contemplar su belleza… o a sentarse en algún banco a pensar? ¿Por qué no limitarse a celebrar en su interior recitales de poesía o conciertos de música clásica? Lo sé: en otras épocas también se dio un uso espurio a las iglesias, y estaban llenas de pedigüeños, ladrones y chamarileros, de gente de toda laya que las visitaba para cualquier cosa menos para rezar. Pues bien, mejoremos esto, igual que hemos cambiado para mejor muchas otras cosas del pasado, como el trato de damos a los animales, la educación que proporcionamos a nuestros hijos, o la forma en que tratamos de resolver nuestros conflictos, a través del diálogo y el consenso, y no por la violencia o la imposición. Demos un uso digno a las iglesias, no solo por lo que fueron, sino, sobre todo, por lo que debieron haber sido. También eso es un signo de civilización.

Última lectura: convertir los templos en lugares de ocio es otra señal más de que somos hijos de una época que lo ha reducido todo a la simple fisiología. Nos importa más comer, beber o dormir, que todo cuanto es intangible. Es congruente con un mundo que ha convertido la condición de hombre o de mujer en una cuestión puramente hormonal; que ha vuelto a hacer del color de la piel el máximo exponente de la identidad cultural; y, en definitiva, que ha sacrificado cualquier atisbo de espiritualidad al culto al cuerpo, y cualquier sentimiento de trascendencia y hasta de sencilla fraternidad, al más descarnado individualismo. Esta es probablemente la lectura más descorazonadora de cuanto está sucediendo con nuestras iglesias. Pero igual que hay día y hay noche; del mismo modo que se suceden diferentes estaciones; de la misma manera que no vestimos igual a todas horas o no comemos lo mismo todos los días, necesitamos que en nuestras vidas haya también un espacio para lo mistérico, lo solemne, lo inefable. Incluso si todo es pura materia, si estamos condenados a convertirnos en mero polvo, es propio de nuestra naturaleza embellecer mediante nuestra imaginación lo que ya existe, recrear lo que existió en otras épocas, aventurar lo que acaso exista cuando ya no estemos aquí, y sentir en todo momento la imperiosa necesidad de habitar todo lo imaginado. Cada vez que se apura una botella en una iglesia, se baila reguetón en un claustro o se sirve un filete en una ermita, ese espacio, tan frágil pero tan vital para poder ser plenamente humanos, se ve reducido un poco más.

Al final, todos seremos, sin duda, polvo, pero cada vez menos, vamos a ser, como quería Quevedo, polvo enamorado.

* Antonio Benítez Burraco es profesor del Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla

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