La exigencia de la llamada

La exigencia de la llamada

Meditación sobre el evangelio de este domingo XXVI del tiempo ordinario

El domingo pasado leíamos que los Apóstoles querían ser los primeros. Hoy nos encontramos con que quieren ser los únicos: «En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros» (Marcos 9, 38-48). ¿Qué respuesta ofrece el Salvador a esta antigua pretensión? ¿En dónde pone el énfasis?

Cristo va más allá de la tendencia a discriminar, que se vale de argumentos como: “No es de los nuestros”, “No piensa como nosotros”. Eso es lo coyuntural, mientras que Dios es el Ser, que todo sostiene, permea, potencia y trasciende. Por eso, ante los celos de sus discípulos porque el nombre del Maestro suscitaba maravillas más allá de su pequeño círculo, este responde: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro».

Lo que Dios hace acontecer en Cristo sobrepasa todo límite humano, incluso aquella realidad humano-divina, que es la Iglesia. Nos referimos a la Iglesia toda, que ya aparecía in nuce en el grupo de los Apóstoles, y hoy se extiende en cada familia y comunidad cristiana y cada creyente en particular. Por eso, las gracias con las que Dios bendice a una familia o comunidad no pueden quedarse en sí misma, encerrándose en la particularidad de sus miembros e inmovilizándose en un momento determinado. Estas son para ofrecerlas y donarlas por el amor, que siempre va más allá y genera nueva vida, desafíos y oportunidades. Los dones que recibe un cristiano no son para envanecerse, sino para el servicio a la comunidad, donde este es probado, purificado y ayudado a crecer. Porque, así como los Apóstoles no podían limitar la expansión del evangelio, la Iglesia no puede retener para sí las bendiciones del cielo. Lo que Dios da es para que siga ofreciéndose, y así participemos de la espiral creativa y expansiva de su amor sobre el mundo.

Ahora bien, en este dinamismo la Iglesia no puede dejar de ser ella misma. Y ella es el corazón pulsante que ha de atesorar y ofrecer la presencia auténtica y perenne de Cristo, único camino para llegar a Dios. La sal no puede dejar de ser sal, pues no serviría más que para tirarla por tierra y que sea pisoteada; la luz no puede esconderse por miedo o egoísmo, pues se ofuscaría en su encierro (Mt 5, 14-16). Esto implica una continua conversión, penitencia, reparación y superación por parte de cada cristiano y de toda la comunidad, sin temor a perder lo que nos obstaculiza en lo genuino de nuestra misión, que es anunciar a Cristo con todas sus exigencias, sin rebajas. Por eso él continúa afirmando en el evangelio de hoy: «Si tu mano te induce a pecar, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te induce a pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la gehenna. Y, si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la gehenna, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».

La llamada de Cristo no es una distinción que se nos concede para elevarnos por encima de otros. Si respondemos, no es para distinguirnos en una falsa superioridad, sino para abrazar la conversión, que siempre nos descoloca y nos lleva más allá de las conveniencias temporales. Dios no llama a los perfectos. Llama para perfeccionar el corazón roto y el alma humilde.

«El que no está contra nosotros está a favor nuestro», sentencia el Señor. La exclusión no tiene lugar en el reino de Dios, porque la llamada es una fuerza que no puede ser encajonada. La gracia divina se derrama, no se embalsama. Es un don que se reparte entre todos, que no discrimina, sino que quiere fluir desde los suyos hacia los otros. Por eso exige cortar de raíz lo que impide la vida en su gracia. Porque la poda no debilita al árbol, sino que lo hace más fuerte y fértil. La conversión no es un adorno para el alma, sino una fragua constante para sacar lo más puro de nosotros.

Hoy hemos de aprender, como los Apóstoles en su momento, que la grandeza de la vocación cristiana no está en haberla recibido, sino en vivirla. Que la verdadera conversión se prueba en cada acto de virtud. Que Dios no nos llama para ser privilegiados, sino para ser testigos; no para ser admirados, sino para ser servidores. Que la santidad no se alcanza poniéndonos medallas de oropel, sino con los pies en el barro de la humildad.

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